Que los perros se parecen a los amos es algo que acabamos por aceptar sin mayor discusión, como si fuera una investigación avalada por expertos de catorce universidades, la mitad americanas, que siempre da lustre.
Siempre había pensado que es un dicho como tantos otros, que tiene su contrario aparcado a la vuelta de página de citas célebres; igual que aquel de que «no por mucho madrugar amanece más temprano» aparece al lado de que «a quien madruga... Dios le ayuda?».
¿Cuál de los dos es el bueno? El que más te convenga, ni lo dudes. Incluso puedes acogerte a uno ahora y al otro dentro de media hora. La vida es voluble.
Y, sin embargo, resulta que viajando a lecturas exóticas, que le pides al buscador «artículos en los que no aparezca Puigdemont, ni Ayuso, ni Begoña, ni Milei, ni Belén Esteban, ni Bertín Osborne...» y el primero que te sale es uno que dice así: «Un reciente estudio, realizado por el Kennel Club, demuestra que los perros se parecen más de lo que pensamos a sus dueños».
Para habernos ‘matao’.
¿A santo de qué el preámbulo? Pues que cada vez que voy para la cueva y encuentro una estampa como la de la foto (que es el 90% de las veces) no puedo evitar el mismo pensamiento, que las esculturas se parecen a sus creadores e imagino a Amónico tan tranquilo como su negrilla mientras la rapacería se le sube a la chepa, llaman a sus novios, les envían en selfie lleno de caritas de felicidad.
Y Amancio, perdón la negrilla, ni se inmuta.
Empiezo a creer que las casualidades no existen, aunque no tengo explicación para esa gente que parece ir a la guerra o, cuando menos, hablaba de derrotas.
Iban para Botines. Allí hay otra escultura, de un hombre también muy tranquilo, pero igual no iban a eso.