Menudo disgusto llevó Juanita la de Pontedo cuando descubrió que los obispos llevaban pantalones debajo de la sotana. Había ido el mitrado de Oviedo por allí y subió al monte a coger unas matas de te, se remangó para agacharse a coger y ahí hizo la mesonera el descubrimiento que tanta decepción le provocó. Nunca explicó qué le había hecho creer que, como mucho, «llevarían unos marianos», reconocía ella
Son esos pequeños descubrimientos que te amargan trozos de vida. Si ver unos inesperados pantalones puede decepcionar imagina la angustia de un niño que ha seguido fascinado el desfile de los gigantes y cabezudos, creyéndose las dos imágenes, mirando admirado a aquellos enormes seres, y cuando llegan al final de su recorrido abren una portezuela y de aquel ser casi mitológico sale un hombre pequeño y de bigote que nada tiene de extraordinario, más bien todo lo contrario.
No es que tenga nada contra los pequeños con bigote pero venimos de una generación que un par de ellos nos salieron malos a rabiar.
Y es entonces cuando piensas en los héroes de verdad, en aquel caballero andante que en los molinos veía gigantes y piensas, al descubrir el engaño de los del desfile festivo: «Si al menos fueran molinos».