«Si yo te contara, querido mastín, sabrías que he venido cuando supe que estabas aquí, que el mundo del monte acampaba en la moqueta, en los palacios de invierno y verano, como a mi me aparcaron en las calles urbanas cuando las de nuestros pueblos cambiaron el barro por el silencio. No es que me haga mucha ilusión verte ahí, guiado por una cadena para que entretengas al personal, pero es una forma de estar con los míos, de sentir que alguien me entiende, que no tengo que explicar lo que ya se sabe... o se debería saber».
«Si yo te contara, querido paisano, sabrías que acepto venir a estos palacios de invierno y de verano –con calefacción uno y aire acondicionado el otro– sujeto a una cadena porque mantengo la esperanza de encontrarme con gente como tú, que le contarán al resto de los presentes que «vengo de una raza de perros que perdió su libertad cuando perdió sus ganados y sus pastos» (Llamazares dixit), que fui noble en los montes y con los pastores y tremendamente fiero en las noches oscuras en las que acechan los lobos a las lindes de mis rebaños».
Si ellos nos contaran. Aunque no es justa la expresión, ellos nos contarían, siempre, lo están deseando.
Lo que habría que pedir es bien diferente: «Si nosotros les escucháramos», pero no parecemos muy por la labor de escuchar a nadie.
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