Curioso, o no tanto, el logo que luce el soldado, con dos tibias sujetando a la muerte al lado de la escopeta dispuesta a causarla, que es su misión al crearla. Estampa de una de las muchas recreaciones históricas que proliferan por toda la provincia, fiestas de batallas.
Es curiosa la tendencia a la recreación de batallas, ganadas y perdidas, recuerdos de cuando vencimos a franceses, a musulmanes o a todo tipo de presuntos enemigos que a lo largo de nuestra historia hemos derrotado. O nos han derrotado, que no en vano somos oficialmente ciudadanos de una comunidad que celebra una derrota.
¿Qué añoramos en las fiestas medievales? Cuando éramos realmente esclavos o vasallos de señores de vidas nada ejemplares.
¿Qué celebramos en tanta batalla repetida, recreada o directamente inventada? Si en las guerras actuales nos declaramos, prácticamente todos, enemigos irreductibles, si adoptamos como frase de cabecera aquel lamento de Julio Anguita al perder un hijo en una de ellas: «Malditas sean las guerras y los canallas que las apoyan» ¿qué extraña seducción nos acerca a ellas en masa cuando las recreamos, es decir, las celebramos y aplaudimos?
¿No hay en nuestra riquísima historia pasajes más ejemplares?
¿Forma parte de esa misma pasión con la que cada semana santa esperamos como acto central de la de Málaga el desembarco de los legionarios que con paso marcial llevan al Cristo de Mena mientras a coro cantan ‘Soy el novio de la muerte...’?
¿No seremos mucho más novios de la muerte de lo que habíamos imaginado?