Cuando a Luis Mateo Diez —cualquier fecha es buena para honrar al lacianiego pero estos días aún más— le pidieron una especie de memorias de la infancia para una colección de Edilesa parió uno de sus libros más leonés y entrañable: ‘Días del desván’.
Un viaje a la memoria a través de los objetos arrumbados en el desván que marcó su infancia en ‘los altos’ del ayuntamiento de Villablino, donde su padre —Don Floro, que diría él— era secretario.
Para aquel libro tuvimos la idea de hacer la entrevista en el propio desván, rodeados de telarañas y los objetos que avivaron su memoria, aún recuerdo el titular, cargado de sabiduría como todo lo que cuenta Mateo: «Borrar los recuerdos hace desaparecer la memoria».
¿Qué desván nos abre hoy Saúl? A saber. No todos los desvanes son cuartos viejos llenos de telarañas y objetos abandonados, hay desvanes que solamente son un muñeco, un maniquí, una fotografía, una sombra, una sugerencia, un olvido... porque su fuerza no es lo que guardan, su fuerza está en la memoria de quien lo dejó allí, macerando con el óxido de los días y las lluvias de los otoños de la memoria.
A partir de las sombras, las siluetas y la sugerencias cada cual podemos abrir un desván; pero habrá alguien que abre el desván real, el dueño, la dueña, de los recuerdos de la imagen.
Todo es bueno para el convento con tal de que no desaparezcan los recuerdos que provocarían la muerte de la memoria.
De ahí la crueldad más allá del dolor de esa enfermedad que borra los recuerdos, de ese virus que ataca al disco duro de las vidas, por ricas que hayan sido.