Para los niños no hay nadie más fuerte que su padre ni más buena que su madre. Lo primero es una fascinación por quien es capaz de llegar con la mano a la estantería a la que él no puede y le baja un juguete; lo segundo es una de las pocas verdades encuestionables, con menos excepciones que declinaciones en latín conoce Belén Esteban.
Y después de ellos dos, la siguiente fascinación infantil es por los uniformes y trajes de todo tipo: bomberos, guardias civiles, policías, Papá Noel, enfermeras, payasos, Spiderman, Batman, Peter Pan...
Por eso se detienen ante los uniformes, por serios que estén, y entablan conversación con la trajeada autoridad que cambia su seriedad por cercanía y se agacha a escuchar con una sonrisa. Lo malo llega cuando la ingenuidad infantil empieza con una batería de preguntas que le colocan contra la pared.
- ¿Porqué llevas pistola?
- Para detener a los malos.
- ¿Y los matas de un tiro?
- No, matarlos no, solo es para detenerlos.
- Y si no los matas... ¿para qué quieres la pistola?
En ese momento es cuando aparece la mamá y soluciona el entuerto: «Deja al señor que está trabajando».
A los niños los carga el diablo. Aunque el policía de la foto tuvo más suerte cuando el chaval se cuadró ante él y en vez de una pregunta incómoda le hizo una sincera confesión: «Yo también quiero ser policía».
Se ganó el chaval al poli, que le regaló una pulsera ‘del cuerpo’ que llevaba. Lo que no esperaba es que el niño volviera con todos sus colegas —que no está claro que también quisieran ser policías—que también querían una pulsera.
A los niños los carga el diablo. O la ingenua sinceridad.