No pierde un instante y, resguardado a la sombra, Juan Luis saca una cajetilla metálica que contiene una buena dosis de tabaco y lía un cigarro mientras mira a su alrededor. Lo fuma tranquilo, sabiendo que le espera una sesión intensa de trabajo. La última calada le avisa de que es el momento de empezar a prepararse. Estira una lona en el suelo, coloca un original cuenco en un extremo y, en el medio, un muñeco espera a que comience la función. Tarda una media hora en el proceso; una especie de ritual que este hombre sigue paso a paso, cada día, haga frío o haga calor.
Improvisa un cambiador para desvestirse y vestirse sin miedo a ser delatado por miradas acusadoras. No se olvida del calentamiento y mueve sus caderas en círculos, estira sus brazos y su espalda. Todo con un semblante que no puede transmitir más concentración. Se acerca el inicio del espectáculo. La música ya suena por el enorme altavoz. Juan Luis recoge el muñeco de más de quince kilos y se lo pone sobre la espalda. Con un abanico, intenta aliviar el calor leonés en el inicio de esta temporada estival. Sus piernas dejan de ser suyas para convertirse en la parte inferior del torso masculino que sujeta. Y sus brazos son cedidos en un gesto de generosidad a la figura femenina que acaba por integrar el pesado muñeco. Una nueva canción funciona como pistoletazo de salida y… ¡Pum! Comienza la función. La primera de las doce que esperan a Juan Luis en esta jornada matutina.
Y si lo que hace este hombre de setenta y un años deja al espectador boquiabierto. Si su espectáculo, sus adornos coloridos, su majestuoso carro y sus patillas canosas impresionan; aún mayor es la impresión al escuchar sobre su vida. Sus vidas, para ser más precisos.
– Menos bailar, ella lo hace todo – Juan Luis señala a Ana, su mujer, la constructora del muñeco bailarín que deleita por las calles con su particular swing.
– Yo trabajo a nivel logístico – responde ella: – soy la conductora, hago las marionetas…
Se conocieron hace cuarenta y dos años y, desde hace treinta, trabajan juntos en espectáculos que tienen la calle por escenario. Antes de conocerse, Juan Luis trabajaba en el ejército como mecánico ajustador.


«Si no lo pagas tú, lo pago yo». Lo dicen varias veces a lo largo de la charla, como se lo decían a los organismos al enfrentarse a una negativa en el momento de su propuesta. Aun así, Juan Luis no se olvida de sentenciar: «Sin dinero, no hay rock & roll». Un dinero con el que disfrutaban y hacían disfrutar. Uno nacido e invertido en la más pura diversión. Tanto se divertían que, un año, su espectáculo tuvo por culmen una ceremonia matrimonial.
– Nos casamos en las fiestas – suelta Juan Luis. – Hicimos una boda en zancos: con la madrina y el padrino en zancos. En zancos todos.
Ana niega con la cabeza y viste su rostro de una expresión de incredulidad. Sabe que es cierto. Que se casaron en mitad de unas fiestas al son de los vítores y aplausos de sus espectadores. «Locuras de juventud», pensará. Pero no sería tan descabellado si el tiempo ha querido que todavía hoy, sentados en esta terraza leonesa, permanezcan el uno al lado del otro.
– Nos comprometimos a hacer la fiesta juntos hasta que muriésemos – continúa él.
Así fue su vida en Madrid. Siempre rodeados de personas, festejando, yendo de un lado a otro con furgonetas repletas de accesorios hechos a mano para sorprender. Trabajaron y trabajaron. Trabajaron tanto que, tras algún que otro conflicto monetario con las instituciones, decidieron tomarse un año sabático.
– Nos fuimos a Extremadura, a la zona de La Vera – explica Ana. – No les caímos muy bien; nos llamaban los hippies intelectuales.
Allí se hicieron con una nave, «un local gigante que había sido una prensa de aceitunas» y que usaron, a pesar de sus primeras intenciones, para trabajar. Hicieron fiestas temáticas en los locales de por allí y, de pronto, La Vera se sumergía en el fondo del mar con pulpos, peces gigantes y fiesteros con gafas de buzo sobre los ojos. O se transformaba en el más fidedigno reflejo de ‘la España cañí’ y se ondeaban banderas mientras los toros improvisados corrían bravos por las callejuelas.
Fruto de sus ideas, nació incluso un original cabaré. Las marionetas, cortesía de Ana, fueron el prefacio del espectáculo que estas pasadas fiestas de San Juan y San Pedro recorría las travesías de León.
– De ahí sale el muñeco este, que hacía un baile – confirma Juan Luis de su acompañante de función. – Y no lo bailaba yo, lo bailaba él.
Pero, pasado el tiempo, las cosas dejaron de ir como les hubiese gustado y tomaron la decisión de trasladar su espectáculo a la calle. El cabaré entero no funcionaba -era demasiado largo-, así que lo empezaron a reducir hasta dejar en escena únicamente el baile final. Empezaron por el norte y por Madrid. Ana esperaba en su casa de La Vera mientras Juan Luis bailaba sus muñecos de un sitio a otro. Él dormía en «una pensión de mala muerte» para dejar descansar a las marionetas.
– Luego, cuando Ana empezó a venirse conmigo, nos íbamos a lo mejor una semana a Alicante – continúa: – siempre en hostales y sin coche.
– Hasta que me saqué el carné – explica ella.
Ese fue el punto de inflexión. Ahí volvió Juan Luis definitivamente a sus inicios: a pasar la gorra en las calles. Aunque la gorra fue sustituida por un bonito jarrón, tan colorido como el resto de su atrezo. Y poco tiempo le hizo falta al festivo matrimonio para hacerse con una autocaravana.
– Cuando me saqué el carné, hice una ruta y empezamos a hacernos todas las fiestas de España – sigue Ana.
Hasta que agotaron el carrete. Después, viajes por Europa y siete u ocho años viviendo en Italia les convirtieron en dos nómadas, volante en mano, recorriendo todos los rincones al alcance de su depósito de gasolina.
– Ahora nos hemos quedado por España y no sé... Igual nos da la ventolera y, si no nos va bien, en verano tiramos para otro lado – habla ella en una demostración de que, más que una profesión, la suya es una filosofía de vida.
– Estamos aquí por vocación – confiesa él. – A mí me gusta así; tenemos un trabajo envidiable.
– Te puedes permitir estar de viaje todo el año y no te cuesta dinero – responde Ana.

– Yo espero quedarme aquí hasta el final – desea él. – Espero morir con la bota puesta.
Juan Luis, acompañado siempre de un bloc de dibujo para materializar sus constantes ideas -muchas de las que vende-, y Ana, ya una experta en casi cualquier tipo de artesanía, podrían rellenar varios tomos con sus anécdotas. Lástima que lo habitual sea partir de un principio para toparse, a la larga o a la corta, con un final. Como ocurre con sus trayectos de carretera. Como de igual manera sucede con estas páginas.
Un par de días después de la conversación, él se prepara de nuevo, en esta ocasión, frente al edificio de Gaudí, junto a la estatua del arquitecto. La ciudad está llena de furgones y se ven metralletas en hombres uniformados. Juan Luis no puede desentonar más.
– ¡Desentonan ellos, no yo! – protesta. – Nosotros estamos de fiesta.
Sigue cada paso de forma protocolaria y va montando su escenario mientras su rostro adquiere cada segundo más concentración. Se sienta en el suelo para cambiar su calzado y, en ese instante, se le acerca un policía local. Le pide que se marche y él, bien acostumbrado a estas alturas, sabedor de que no cuenta con permiso, no pone impedimento. A medida que recoge, se acercan tres más. Le meten prisa. Alguno roza con sus comentarios la mala educación. Él, sereno, sigue recogiendo. Ya le queda poco cuando Ana aparece y se embarca en una charla agradable con uno de ellos.
– No se preocupe – le dice. – Ahora mismo nos vamos a Gijón – mira a Juan Luis, esperando un gesto que lo confirme. Él asiente sin prestar demasiada atención.
Después de eso, agarran sus bártulos y se van.