Estaba el Peregrino remojándose los pies en la poza que respiraba entre unas junqueras, cuando se le presentó el otro de improviso.
– ¿Qué, remojándose las trotas? Pues yo voy a hacer otro tanto, si no es molestia, que estos caminos de dios le comen a uno las pezuñas como piedra de esmeril.
Y se sentó junto al Peregrino, hombro con hombro y aliento con aliento. Un aliento avinagrado de resultas del último cuartillo que se había embuchado en el pueblo anterior.
Y, mientras se restregaban los callos, el hojalatero Atanasio le contó aquella historia.
Es el caso que había un mozo, el CAMUESO le decían, que andaba por allí olisqueando a todas las mozas de la redonda lo mismo que un macho cabrío. Era un mocetón bien plantado, con algunos posibles, y las engatusaba a todas con su palabrería de enterado, sus gracietas y sus promesas de apariencia formal: ¡yo por ti...!
Así que, en cuanto una rapaza de buen ver se dejaba enredar en su palabrería, ¡zas! ¡Preñada! Y una aquí y otra allí, en feria, en romería o en descampado, los rapacines de las madres solteras se parecían unos a otros como huevos de codorniz. Y todos al CAMUESO: en el pelo rojizo, en el lunar de la cara, en los ojillos de aguilucho, en las uñas de cernícalo, y así. ¡Del CAMUESO, fijo!
Como tenían un huerto paredaño, el tío IVO asomaba el pescuezo por encima del tapial y le decía al otro:
– ¡Mira a ver, hombre, qué pasa con la Edita que va muy abultada!
– ¡A mi qué me cuenta!
Y seguía espachurrando escarabajos con dos piedras planas, sin levantar los ojos de los surcos de patatas.
Y el tío IVO, pues así día tras día, semana tras semana, lo mismo que una gotera sobre un peñasco de granito.
– ¡Mira a ver, muchacho, que la Edita ya no acude al lavadero a aclarar la colada!
Pero el CAMUESO, como si nada. Seguía arreando el burro con los talones y cantando aquella copla:
«Si el que va de cacería
no aprovecha la ocasión,
o tiene mala escopeta
o no lleva munición.
Y, para que cante un gallo,
no ha de ser gallo capón».
¡Arre, Canelo!
– ¡Mira a ver, muchacho, que la rapaza ya no es quién a hacer las camas!
Pero el CAMUESO seguía conduciendo el agua misericordiosa por los surcos como quien oye llover.
Y al tío IVO, padre de la abusada, se le iban anudando las tripas allí dentro como madeja de lana entre las uñas de un gato.
Aquella mañana, nada ms levantarse, el tío IVO se puso a afilar el hocino: aquel hocino de media luna hecho a cortar las malas hierbas y a descabezar los cardos de los linderos.
Después de comer, en la taberna, él y el Cipriano ganaron a los otros la partida de cartas. Y Román y Frutos, sin rechistar, pagaron religiosamente el café y la copa de orujo.
– ¡Mañana os esperamos!
– ¡Ya se verá ... !
El tío IVO anduvo toda la santa tarde sulfatando las patatas, callado como un paredón. Porque el otro no se personó por allí. A lo mejor había salido de caza. ¡Cualquiera sabe!
Ya atardecido, el tío IVO guardó el hocino en el forro descosido de la chaqueta de pana, y se fue a esperar a la represa, justo donde se hacía la sangría del riego al arroyo del Espino. No había luna, y la noche estaba calda como rescoldo de cenizas. Al rato largo, comenzó a oirse por el sendero oscuro la canción «ábreme la puerta, Lola, /que de noche vengo a verte». Y el berrido de la carabiella como un berbiquí sobre el tablón nudoso de la noche. Y el sonido de unas madreñas sobre la piedras. Y el reclamo del sapo en los humedales. Y la lengua del agua sobre la espalda de la presa.
Y el CAMUESO que se presenta, dispuesto a quitarle el agua al IVO.
Dio el mozo unas chupadas al cigarro de cuarterón, iluminando su propia nariz, carraspeó dos veces, y se puso a colocar una fila de tapines haciendo murete de represa, y unas grandes piedras encima, como si quisiera aplastar el respiro mismo del agua.
Fue en ese momento cuando se le acercó por detrás el tío IVO con el hocino en la mano derecha, y, ¡ras!: un corte limpio de izquierda a derecha segó el gargüelo del CAMUESO como si fuera un nabo. Y el mocetón cayó de bruces como si fuera un enorme tapín que taponó el arroyo.
El tío IVO enjuagó el hocino, regresó a casa, y se metió en la cama como si nada. Hizo el «porla», como de costumbre, y dijo para sus adentros:
– ¡Mecagüen su dios! ¡Uno que ya no come pan! Y se durmió como un bendito.
En el entierro había cuchicheos. Edita, como si tal cosa. Y el tío IVO, que llevaba la cruz alzada, se decía mientras los responsos del ritual:
«Muerto el perro,
se acabó la rabia».
Despus de dar tierra al finado, se personó la «pareja», fusil al hombro, y preguntó, por preguntar, a los presentes en la taberna El Tropezón. Bebieron unos vasos, y se fueron por donde habían venido.
Nadie abrió la boca, porque a más de uno le había pasado por la cabeza aquella mala sombra. Así que:
«El muerto al hoyo
y el vivo al bollo».
El hojalatero decia al terminar su historia:
– ¡Cómo anda el mundo! ¡La de lañas que necesita este viejo cacharro! ¡A lo mejor es más rentable hacer uno nuevo!