Lo contaba él mismo con pelos y señales al día siguiente del suceso, y no solía mentir si no era necesario. SILVESTRE era un mocetón de esos que dicen «de palanca arriba». Pero no hacía a ellas, por más que algunas se hicieran las encontradizas en cualquier esquina.
Era un solterón vocacional, vivía solo y no tenía que dar cuentas a nadie de sus idas y venidas, salvo a su pareja de vacas, la PALOMA y la MONTAÑESA, que eran de ordeño y venían al yugo como si hubieran hecho Voto de Obediencia.
El caso fue que, aquella mañana, SILVESTRE se había levantado del camastro con unas apreturas del vientre que le obligaban a andar de la cocina a la cuadra y de la cuadra a la cocina como si algún fantasma lo empujara por atrás. Y las dos vacas, sin abrir la boca, se tapaban las narices cada vez que le veían entrar con el cinto colgado del pescuezo.
Coincidió que aquel día le tocaba a SILVESTRE la vecera de las ovejas del pueblo. Así es que metió un rescaño de pan posado en el bolso izquierdo de la chaqueta de pana, y salió detrás del ganado como quien cumple una penitencia.
Nada más perder de vista la última casa del vecindario, y dada su situación, pues ya se le habían saltado todos los botones de la bragueta, ¡zas!: se quitó los pantalones de dril, se los echó al hombro y tiró veredas arriba descargando la ondorra sobre la marcha y sin tener que agacharse a cada paso.
Y, claro está, le seguía detrás una nube de moscas azulonas, como si quisieran enjambrar en aquella hueca. Y dos grajos negros como dos pecados mortales, se carcajeaban de él desde el púlpito de un roblón podrigaño.
Dado el careo que había elegido, la siesta se hizo en el Sestil de la Collada, bajo aquellos roblones más dados de sí que unos jubilados.
Acuciado una vez más por aquellas apreturas, SILVESTRE se asomó a la Collada y estercoló ruidosamente en el brezal de la parte de allá. Se limpió con unos helechos rociados y dijo en voz alta para que lo oyeran los grajos:
– ¡Pa los de allá, que nos comen todos los veranos el recuenco querencioso de Campolapuerta!
¡Menos mal que no se enteró de esto el Alcalde Pedáneo de la parte de allá! Porque de ser así, nos plantan una denuncia en el Juzgado de Cistierna y hay que pagar las costas a escote. ¡Menos mal!
Ya fuera por las aguas misericordiosas, por la pureza del aire o por el ayuno voluntario, el caso fue que SILVESTRE regresó al pueblo al atardecer, con los pantalones puestos y descargado como si hubiera hecho Confesión General de sus pecados. Y más satisfecho que un preso político cuando le dan suelta.
Cuando el pueblo llano se enteró de este episodio, decía en las juntetas de la bolera:
«Unos con velas
y otros con hachones,
todos asistimos
a las procesiones».
¡QUE ASÍ SEA Y AMÉN!
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