Es el caso que desde la cuesta del Pandiello hasta el Casarón, y desde el Corral del tío Bernardo a la cuadra del Río Barrio, VENTANIELLA era una cruz en la que permanecía clavado el pueblo entero: el niño de teta, la hacendosa ama de casa, el padre de familia, el agricultor escaso, el pastor de ovejas, el minero silicoso, y así. Hasta las vacas escosas y las lecheras permanecían atadas al pesebre desde la Feriona de Riaño del 6 de noviembre, día de San Leonardo, patrono de campesinos, ganaderos y mineros del carbón.
¡Qué largo y qué duro era el invierno en VENTANIELLA! Se diría que el pueblo había cometido un pecado mortal y estaba cumpliendo una larga penitencia. Era como si Dios tirara a dar.
Menos mal que, al posar la cuchara de cenar el pote de patatas arregladas con tocino, comenzaba el desahogo de la HILA, como si entrara por la puerta el dios de la clemencia en la figura de un vecino. Porque la lumbre era acogedora como el regazo de una madre, y se contaban historias vividas; y se describían viajes peligrosos; o el encuentro con el oso en el hayedo oscuro de Remonda; o la carretería a Tierra de Campos para traer de estraperlo el trigo necesario. Y cosas así de mucha añoranza, porque el ser humano se siente seguro en el presente volviendo su mirada hacia el pasado. Por lo demás, se sospechaban noviazgos, se presentían casorios y se hacían referencias veladas a aquella rapazona que había comido el cocido antes de tiempo y ya no acudía al lavadero con las otras. Y no podía faltar el recuerdo de los finados que ya no estaban allí para contar sus andanzas. Y el magosto de castañas incensaba la cocina como si fuera el presbiterio en la fiesta del Santo Patrono. Lo cierto es que en un pueblo pequeño hasta la escoba de barrer la calle sabe lo que se guisa en cada casa y en cada corazón.
¡Era la HILA! Y, mientras la madre de familia hilaba la rocada, el patriarca de la casa se calentaba la braga dura a la lumbre, lo mismo que el pote de arvejos. Y, al otro lado de la pared, se oía el rumio de las dos vacas, la Paloma y la Galana eran, que también ellas tenían su historia como los demás vecinos.
Poca cosa había en el pueblín para seguir allí, pero sí lo suficiente para ir tirando con lo heredado; y para apuntalar la portalada y averarse bajo ella los días de lluvia y echarle unos tarucos nuevos a las madreñas tarninas.
¡Ay, cómo arrastra el capotazo doloroso de la añoranza!
Le llamaban el MINERÓN a aquel minero, porque era grandote y mandible como un buey que acude a la gamella del yugo sin necesidad de aguijada. Y porque sus manos callosas eran como dos trillos bien empedrados. Por lo demás, aquel hombre alto y correúdo era más paciente que el santo de una ermita en descampado. Por esto y más, ¡el MINERÓN!
La mina, a la que acudía cada mañana temprano, así cayeran chuzos de punta, estaba a la otra parte de la collada, después de atravesar aquel hayedo oscuro donde el oso pardo pasaba la invernia en algún sotámbano acudidero. Dos horas de camino a matacaballo para poder fichar a tiempo. Y, ya en aquellas galerías apuntaladas, pues a picar carbón a la luz de la lámpara de carburo. Y a pensar en las cinco bocas que había dejado en casa, no más espigadas que los cinco dedos de una mano. Que andarían bajo la mesa tirándole del rabo al gato negro que se llamaba Tizón. Que se tumbaba junto a la lumbre y se ponía a roncar como el pote de arvejos. En estas trastadas entretenían el día; pero siempre esperando a que llegara su padre con el leño a cuestas para la lumbre y les diera aquel beso restrallón y les tiznara la cara de mineros. Cinco esperanzas que abrirían la cartilla de la escuela o agarrarían en su día las herramientas progresistas para mejorar el mundo. De cualquier manera, un rebaño de hijos que llenara la casa era siempre una esperanza como las primaveras que llegan mimosas. Llegaría el padre, y todos serían un único respiro en el santuario de la cocina. ¿A qué otra felicidad podía aspirar el hombre? Decir MINERÓN era como resumir en una palabra el libro de la historia bien encuadernado: ¡El MINERÓN!
Estas cosas pensaba el MINERÓN mientras le daba a la piqueta a destajo. Y aquellos recados le trepaban por las venas hasta levantarle la boina descolorida. Pero ya llegaría a casa y abrazaría a los suyos como el río a sus orillas. Porque verdad sería que «Dios aprieta, pero no ahoga».
Alguien arrancó la hoja del calendario y era el 12 de enero, día de San Arcadio: aquel mártir cristiano al que los verdugos le iban cortando los miembros, mientras el santo rezaba así:
«Te sacrifico, Señor, todos mis miembros.
TÚ me los devolverás
cuando en el Juicio Final
resuciten los muertos».
¡El MINERÓN de Ventaniella! Él se sacrificaba para que a los suyos no les faltara lo indispensable para salir adelante. Así es que ¡a la piqueta! Y se olvidaba de comer el ‘cacho’ que su mujer le había metido en la fardela. Y la piqueta del MINERÓN era un fraile lego empeñado en hacer un túnel para poder pasar de este mundo a otro más misericordioso.
Aquella mañana, el cielo apareció de panza de burro. El tío Ponciano salió a la puerta, miró hacia el oeste, se rascó la cabeza bajo la boina negra y pronosticó:
– ¡Malo! ¡Viene gallego!
Y metió un serojo grande en la panza de la hornilla, como si pretendiera embarazarla. Y se puso a calentarse la bragadura. Y su mujer le llama ¡burro!: pero de aquella manera mimosa como ella solía.
Al mediodía, después de tumbar el pote del cocido, el tío Nazario salió a la portalada por unas rachas para la lumbre; lió despacio un cigarro de petaca, lo saboreó hasta sorberse los carrillos, regresó a la cocina y le dijo a la Virtudes, su santa conjunta:
– ¡Virtu, ya está aquí! ¡La cosa se pone fea! Sube a cerrar los cuarterones, que hoy tiran a dar.
Cuando la Virtudes, que era una santa, terminó de colocar la cacida en el vasar, el Cielo ya se había puesto a nevar con las dos manos, como si quisiera cubrir a toda prisa un pecado mortal; como si Dios echara paladas de cal sobre los pensamientos oscuros de Ventaniella.
Fue entonces cuando la Virtudes arrimó el taburete a la lumbre, le tomó las medidas a su hombre, se santiguó y se puso a hacerle aquel jersey de cuello alto que quitaba el frío con sólo mirarlo. Y le decía a él de aquella manera:
– ¡Quítate pallá, que ocupas más sitio que el hórreo de la tía Marcela!
A media tarde, todo el vecindario se metió en casa y echó la tranca por dentro de la puerta. Y se oía el rumio de las vacas. Y las mujeres hilaban la rocada. Y los hombres untaban con tocino rancio la pala de espalar. Y Ventaniella era como una ermita abandonada por su Santo Patrono. Y el silencio podía untarse en una rebanada de pan blanco. Y el Reniegas decía para los botones de su camisa:
«Cuando dios se pone a joder,
hasta los santos le ayudan».
Porque la nevada ya había cubierto el mundo, como si Dios hubiese desplumado al ejército entero de los Ángeles. ¿Qué pecado habría cometido Ventaniella para que la apedrearan de aquella manera?
Era ya noche cerrada, y habían tirado la cuchara de cenar las patatas y la leche migada, cuando sonó la campana grande como si se hubiera declarado un incendio o el Alcalde Pedáneo llamara a hacendera urgente. Y todos acudieron al amparo de la portalina con el respiro golpeándoles las costillas flotantes. Y fue la noticia que el MINERÓN no había regresado de la mina, y ¡ya a aquellas horas de la noche!, y con aquella nevadona encima...
Así las cosas, se calzaron las botas de goma, aderezaron los faroles de aceite, y se echaron a andar sobre la nieve por el camino de Cabreros.
¡Cómo sollozaba la carabiella en el hayedo del Montico!
– ¡Bruuu, bruuu, bruuu...!
Los rapacines se habían quedado callados en la cocina como si el Hombre del Saco llamara a la puerta. Y los hombres se habían olvidado de sus diferencias para ser UNO en la búsqueda del MINERÓN. Que, en silencio, todos rezaban sin palabras la misma salve:
«Vida y dulzura, esperanza nuestra,
Dios te salve».
Perdido ya el pueblo de vista, la tía Casilda, como si hubieran salido a buscar una vaca parida, empezó a echarle la Oración a San Antonio:
«Si buscas milagros, mira
muerte y terror desterrados,
miseria y demonio huidos,
los perdidos, encontrados...».
Y los faroles de aceite iban consumiendo su torcida. Y la zumaya rezaba en la negrura de la noche:
– ¡Buuu, buuu, buuu...!
Y Pun, el perro carea, iba delantero abriendo vereda, que sólo se le veían las orejas empinadas. Y había una pesadumbre de berbiquí que barrenaba el tablón nudoso del silencio.
Había dejado de nevar. Y una luna sanguinolenta asomaba su cara redonda sobre el balcón de la montaña. O era el ojo acusador de un Vigilante minero. O una divinidad enfurecida que daba la última vuelta de rosca a la tuerca desengrasada de la vida. ¡Cualquiera sabe!
En una de aquellas aclaradas ladró Pun y, ¡Zas!: allí estaba el MINERÓN sobre el arroyo quejumbroso, con los ojos mirando al cielo. Y un troncón de haya carcomida le aplastaba el pecho como si quisiera tapar aquel crimen.
Alguien le cerró los ojos con los dos dedos y lo enrollaron en los capotes de dos hombres. Y el Manco blasfemaba mientras retorcía con su única mano el pasamontañas de lana rucia, como si fuera el pescuezo del Vigilante minero.
Ya en el pueblo, Pacho se metió en su taller a clavetear la caja pobre. Porque, ¡a ver quién se atrevía a echarle la paletada de tierra encima de los ojos!
Como no pudo venir el párroco, por culpa de la nevada, el funeral y los responsos lo ofició el tío Perico, que algo sabía él de los latines. Hasta para morir hay diferencias entre pobres y ricos.
De pie sobre la sepultura, se mascaba una oración y una blasfemia que salían a trompicones de unas mismas bocas.
Y lo enterraron como estaba: con la ropa del trabajo y la cara de carbón, porque la joven viuda, agarrada a sus hijitos, gritaba:
– ¡Como está! ¡Así como murió! ¡A ver si Dios se atreve a mirarlo a la cara! ¡Que el cielo se entere de una vez de lo que está pasando aquí abajo!
Y las paletadas de tierra fría sonaban sobre la caja como cuando se arroja un peñasco al remanso de un río. O como suena un arca vieja cuando se saca de ella el último pan: ¡Pmmm, pummm, pummm!
El Cielo había dado el último ‘estamburrión’ a un inocente. Y las mujeres cuchicheaban entre ellas como si fuera un responso:
– ¿Volverá Ventaniella a estar en Gracia de Dios? CANCIÓN: «La tarde era tris, la nieva caía».