Aunque no conociera la filosofía de Miguel Torga, llevaba en el torrente de la sangre el pensamiento de este portugués como si lo hubiera mamado desde niña:
"Oír doblar las campanas,
sentarme a la lumbre
de la cocina paterna,
y sentir en mis hombros
el peso de la ancestralidad...".
Así es como cada uno recuerda su pueblo natal cuando está lejos de él. ¡Qué lejos de los pies y qué cerca del corazón!
Andaba por los 90 años bien llevados, y pasaba los inviernos en Bilbao con su hija Caya, que le traía bien vestida, bien comida y mejor tratada, como debe hacerse con una madre que lo ha dada todo por sus hijos.
Y ya conocía allí a unas cuantas amigas con las que jugaba a las cartas, les hacía trampas graciosas en el juego y se contaban unas a otras las peripecias de la vida pasada.
Pero, al llegar la primavera, a la abuela Dolores se le sentaba en el lado izquierdo la añoranza de su Huerto de Trascasa de Remolina. Que ya le pedía ser adecentado y plantado con todo tipo de verduras: las cebollas, los puerros, las lechugas, los surcos de patatas, las fresas orilleras... Y aquellos fréjoles que trepaban palo arriba buscando el cielo misericordioso y frutal.
Era entonces cuando a la abuela Dolores la asediaba la querencia, como a las fuentes que se deshielan, se tiraba de la cama al amanecer y le decía a su hija mientras desayunaban:
– ¡Hija, mañana Dios mediante, marcho ‘pa’ Remolina!
– Pero, madre, ¿cómo va a marchar usted sola?
– ¡Pues, hija, como siempre: en el tren de la Hullera!
– ¿Y de Cistierna hasta Remolina, que son más de veinte kilómetros?
– Pues andando, hija, andando como siempre, que tengo el camino bien pateado de cuando iba al Mercado del Jueves a vender los quesos y los rollos de manteca. Y a comprar lo que hacía falta en casa: unos kilos de arroz y de garbanzos, la cuajina para hacer los quesos, el café, el paquete de azúcar, las tabletas de chocolate, las alpargatas de esparto para cada uno, y algún retal para hacer las camisas, y así.
Lo malo era cuando no vendía el género en Cistierna y tenía que largar a los pueblos de por allí con toda la mercancía a cuestas.
Lo peor era cuando perdía el coche de línea de Fernández y, ¡ala!, a pata hasta Remolina, que hay una buena tirada. Y alguno de mis rapacines, pues a esperarme toda la tarde en las Conjas.
Era entonces cuando su hija Caya se las veía y se las deseaba para darle largas al asunto de la marcha. Que le decía:
– Madre, dentro de unos días le toca descanso a José María y que nos lleve en el taxi.
Pero a la abuela Dolores Requejo se le hacía eterna aquella espera, porque el Huerto de Trascasa la llamaba a gritos todas las santas noches pidiendo agua. Era como el camellero que busca un oasis en mitad de un desierto.
Ya en el pueblo, acudía al huerto al amanecer donde era más activa, feliz y misericordiosa que la presa de regadío de sonriego. ¡El sonido del regadío cantando su salmo en Gregoriano!
Los domingos y fiestas de guardar, se sentaba en el poyo de la puerta con el DEVOCIONARIO entre las manos: aquel librillo piadoso que había aprobado el Papa León XIII el 25 de enero de 1897.
Creo que ahora, después de tanto bregar, la abuela Dolores andará sembrando el huerto definitivo de la Vía Láctea.
¡Que así sea, y que descanse en paz!