Cruzado

Por José Javier Carrasco

José Javier Carrasco
23/07/2022
 Actualizado a 23/07/2022
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El profesor de Lengua iba repartiendo, en silencio, a cada uno de nosotros, una fotocopia en color. Cuando terminó volvió a la mesa y preguntó si alguien le podía decir algo sobre aquel objeto reproducido en la fotocopia. Marta Ribas levantó la mano. Se trataba de la copa de Doña Urraca, una reina leonesa de la Edad Media, y que algunos creían el Santo Grial.

Lo sabía porque su hermano, que era un friki, se lo había dicho. El profesor asintió y pasó a contarnos su historia. En el año 1055, Egipto sufrió una hambruna y el califa fatimí Al-Mustansir solicitó ayuda. El rey de la taifa de Denia, Muyahid al-´Amirí, respondió enviando provisiones. Escribió los dos nombres en el encerado y esperó a que los copiáramos, antes de proseguir, supuestamente satisfecho de su buena memoria. El califa, agradecido, preguntó cómo podía corresponder. Desde Denia, su benefactor le respondió que sabía que poseía la copa de la última cena de Cristo, que durante un tiempo fue custodiada en la Iglesia del Santo Sepulcro de Jerusalén, y que nada le haría más feliz que contar un día con ella. Así fue como la copa viajó desde El Cairo hasta nuestra ciudad, Denia. Después, Muyahid al-´Amirí la regaló, como un presente de buena amistad, al rey Fernando I, padre de Doña Urraca; reina que embelleció, engarzándolo con joyas de su ajuar, el primitivo recipiente de piedra de ónice.

Marta volvió a levantar la mano. Su hermano pensaba, en cambio, que uno de los cruzados que conquistaron Jerusalén se hizo con ella y la trajo a España. El profesor descartó aquella posibilidad. La copa desapareció de la Iglesia del Santo Sepulcro mucho antes de la Primera Cruzada, aclaró. Con aquello se dio por zanjada la discusión. Quería que escribiéramos un buen relato relacionado con la copa. Incluso aceptaría una historia que desarrollara la hipótesis del hermano de Marta Ribas: "La carreta tirada por dos bueyes en la que convalezco de mis heridas avanza sacudida por las piedras de las calles desiertas de Ramala. Herido en el fracasado asalto a la ciudad de Akkar, cuento los días que llevo postrado y los que aún faltan para ver las murallas de la Ciudad Santa.

La conversación que mantiene mi escudero, Jean, con el que conduce la carreta, me distrae. No parecen ponerse de acuerdo sobre si en Jerusalén correrán ya ríos de leche y miel, o habrá que esperar a que la enseña de la cruz ondee sobre la Torre de David. Me llevan al interior de un palacete. y me dejan en un jergón bajo un ventanuco arqueado que permite adivinar las ramas de un limonero plantado en un patio interior. Después quedo solo. Han empezado a saquear la casa y arrastrar al carro lo que encuentran de valor. Comprendo el sentido de la última mirada de Jean cuando apartó avergonzado sus ojos de mí antes de salir y la precipitación del carretero al depositarme en el lecho. Me dan ya por muerto y han decidido dejarme aquí y ocupar el espacio libre del carro con el botín que van a obtener esta noche. Una rata pasea sobre mi pecho y se entretiene con una de mis manos, mordisqueando los dedos. Con gran esfuerzo logro sacudírmela de encima. Por un momento respiro aliviado, pero muy pronto vuelvo a sentir el mismo cosquilleo en uno de los pies. Aterrorizado ante la idea de ser devorado por las ratas, grito el nombre de Jean... Viajo en la misma carreta rodeado de objetos metálicos envuelto por un ruido estridente, que así todo me alegra oír. Es como el sonido de unas llaves girando en mil candados con óxido que no acabaran de abrir. Enfrente camina el carretero. Ni señal de Jean. Al descubrir que estoy despierto, el carretero se acerca y me susurra que la idea de abandonarme fue de mi escudero, y que él, en el último momento, no tuvo valor para hacerlo. Añade que aquel mal nacido ya no nos molestará más. Ahora es Jean quien ha servido de festín a las ratas de aquella casa de Ramala.

Desde entonces he dormido más de tres días y en algún momento temió que estuviera muerto. Bajando aún más la voz, añade que hace unas horas ha avistado Jerusalén, la Ciudad Santa, desde el Monte del Gozo. En ese momento no puede contener la emoción y empieza a llorar. Se aparta de mi lado y vuelve a colocarse delante de los bueyes. También yo estoy emocionado. No recuerdo nada de lo ocurrido en esos tres días, excepto un sueño en el que me veo deambulando solo por la ciudad de Constantinopla a la espera de nuevos contingentes de cruzados. Mientras la carreta se desliza por un paisaje árido y pedregoso, intento comprender las motivaciones últimas de ese tosco hombre que acaba de regresar a mi lado para darme a beber un poco de agua de una copa de ónice, fruto sin duda del saqueo de hace tres noches. Tal vez, al comportarse como lo hizo y dar muerte a Jean – la copa tiene en su base un rastro de sangre, probablemente del mismo Jean –, le movía simplemente la codicia, el deseo de no tener que compartir el botín con nadie, o quizá, a pesar de los horrores vistos a lo largo de la cruzada, estos no habían logrado endurecer su corazón, hasta el punto de dejar perecer a un semejante, un cristiano, de una muerte que se le antojaba atroz. Aunque ese mismo hombre estuviera quizá condenado a morir unas horas después. También pudiera ser que en la mente del carretero, al reconocer en mí un signo revelador, fuera yo, y no mi escudero, uno de los bienaventurados destinados, como él, a formar parte de la Jerusalén que profetizaba San Juan en el ‘Apocalipsis’, la Ciudad Santa que descenderá del cielo y en la que no existirá ni muerte, ni dolor, ni trabajo... Un poco de saliva borra el rastro de sangre seca de la copa».
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