Últimamente, su único entretenimiento consistía en escuchar la radio. La escuchaba hasta al amanecer, hasta que el sueño le vencía. Apenas dormía unas horas que para él resultaban suficientes, ya que por la tarde echaba una larga siesta con la que lograba recuperarse de la noche pasada en vela. Su afición a los programas de la madrugada le habían convertido en una especie de sonámbulo vocacional, dispuesto a ser vampirizado por unas voces extrañas, que llegaban desde las sombras profundas de su cuarto como si tuvieran algo especial que confiarle, como si supieran que se encontraba al otro lado, sin otra compañía que la suya, listo para compartir con ellas su soledad; la soledad apesadumbrada de un hombre depresivo y algo paranoico. El sueño se resistía, sin encender la luz volvió a asomarse a la ventana, intrigado, sin saber muy bien qué esperaba encontrar al otro lado. El hombre seguía apoyado en el petril, y en apariencia en idéntica postura a cómo le dejó. Dirigía la cabeza en la misma dirección, pendiente de algo. Alerta. Miró en dirección a la corriente, al tronco de árbol detenido en el lateral de uno de los ojos, obstaculizando el paso libre del agua. Parecía el cuerpo de un gigante inmovilizado por la estirada ratonera del puente, batallando por continuar su camino. Quizá era aquello lo que atraía, la atención del extraño.
Hizo un desayuno digno de un inglés: panceta con huevo revuelto, un zumo de naranja, café con leche, tostadas con mantequilla y mermelada de frambuesa encima. Al volver a por la maleta se acercó a la ventana convencido de que el hombre misterioso continuaría allí, a la intemperie, bajo la lluvia que llevaba una hora cayendo. Se sintió aliviado cuando lo único que vio sobre el puente fue como unos apurados paseantes caminaban bajo los paraguas por su derecha, en perfecto orden. Al pasar frente a la cafetería, ya en el hall de la entrada, a punto de salir, dirigió una mirada de trámite a su interior. En una mesa, frente a un vaso de agua, estaba el tipo del puente. Sintió curiosidad y pidió una tónica. Bajo una gabardina, que debió conocer mejores tiempos, se adivinaba una ropa inusual, la de un fantoche vestido como un personaje escapado de una obra de teatro del siglo de oro. Los dos camareros le observaban con disimulo. Uno se acercó a su mesa y retiró el vaso de agua. De vuelta a la barra se dirigió al otro con tono irónico: «Hoy don Felipe ha pasado mala noche. ¿No le oíste decir al llegar que el caudal bajaba demasiado rápido y que se debía temer lo peor?». Su compañero sin molestarse en asentir, sonrió, y, mientras le devolvía el cambio de su consumición, creyó necesario ponerle en antecedentes, o solo disculparse por la presencia en un lugar como aquel de un sujeto tan estrafalario: «Se trata de un loco, que cuando el río baja crecido pasa la noche estudiando su curso. Se cree Felipe de Cajiga, un maestro cantero encargado en su día de restaurar el puente». Sonrió a su vez por compromiso y dejó una moneda de un euro de propina. No todo iba a correr a cuenta de la emisora de radio. Al consultar el móvil en el tren averiguó que había existido, efectivamente, un maestro cantero llamado Felipe de Cajiga, al que se encargó en el siglo XVII la restauración del puente. Sin embargo, el buen hombre incumplió los compromisos contraídos y murió en la cárcel sin poder devolver el dinero adelantado. Era de suponer que el loco se asomaría al petril pensando que si el puente resistía las crecidas no sería necesario contratar sus servicios, confiado en que con solo mirar la corriente tumultuosa conseguiría calmar las aguas, dirigirlas en la dirección conveniente, logrando escapar así de la cárcel y de una muerte indigna, ajeno, en realidad, a quien le observaba desde una ventana iluminada porque así lo han decidido unos caprichosos números aleatorios en un concurso de radio.