Cuerpos: Galería de espejos

Por José Javier Carrasco

José Javier Carrasco
17/07/2021
 Actualizado a 04/09/2021
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El rugido estremecedor del jaguar me despertó. Asomado a la ventana lo vi arrastrar al tapir dentro de la selva, envuelto en la niebla del amanecer. Cuando desapareció se escuchó el canto de un ave solitaria parecido al ulular de un búho. El palacio estaba en silencio. Dos servidores buscaban algo cerca de la puerta como dos sombras diligentes. Yo era huésped del padre del embajador de Brasil en España. El viaje que me condujo desde Río de Janeiro a Manaos fue accidentado y me resultó largo y tedioso, a pesar de los bruscos cambios que se producían en las tierras que atravesábamos, del exotismo lujurioso del paisaje en el que me adentraba. Llegué a Brasil desde España con un cuadro, un retrato del embajador para el palacio de Sao Cristováo y viajé hasta Manao para pintar un retrato, el del padre del embajador. Mi vida transcurre entre cuadros.

Y esta historia comienza con otro retrato, una copia de la figura original de la reina Isabel II al llegar a la mayoría de edad, allá en Madrid, a donde probablemente no regrese. Aquella imagen de la reina Isabel, aún una niña, indicaba, sin duda, que sería un día una mujer caprichosa y voluptuosa. La copia del cuadro del maestro Madrazo intentaba reproducir fielmente el original. La misma figura, el mismo vestido, el mismo decorado en un salón de palacio, parecida factura preciosista en la ejecución, que recordaba a Ingres. Todo siguiendo el modelo pintado por Madrazo. Un encargo del maestro a uno de los miembros de su taller, yo, un mediocre aprendiz que se esmeraba en no defraudarle. El retrato conmemoraba, como he dicho, la mayoría de edad de la reina, sus catorce años. De pie, vestida para la ocasión, con serena solemnidad, observa al espectador dirigiendo una mano desnuda a la corona que descansa sobre un mueble cubierto con un paño púrpura; la otra cuelga sosteniendo un guante blanco. Mira y espera. Espera y mira. Es el juego de los gatos, sentarse a esperar mientras clavan la mirada en el objeto que estudian hasta fijarlo en su interior. Solo que ella no debía posar la mirada en los ojos de Madrazo cuando la pintaba, sino que miraba a través de él, hacia su futuro, a lo que le iba a deparar la vida. Y no solo miraba a través de Madrazo, sino que también lo hacía a través de mí, como lo haría a través de cuantos tuvieran que hacer igual que yo una nueva copia de otra copia, en un juego de espejos infinito, de esa figura de una adolescente que parece preguntarnos si la creemos lista para empezar a reinar, de una mano que se detiene al borde de la mesa, a unos centímetros de la corona, como la pata de un gato sobre la madeja con la que se dispone a jugar, nos guste o no, si la respuesta es afirmativa.

Madrazo me hizo el encargo, puso ante mí el original que él había hecho y desapareció. Ni siquiera indicó, como Dios a Adán, qué debía evitar. Sabía que la mirada de aquella muchacha me guiaría mejor que sus palabras. Y desde entonces me limité a hacer lo que ella me decía. Cambié de casa por una en cuesta, dejé de frecuentar a mis amigos, me encerraba en la habitación a poner por escrito lo que me susurraba al oído mientras la pintaba. Los sonidos amortiguados del taller, el ruido de la calle elevándose como una burbuja de jabón que estalla, la lluvia y el viento contra los cristales, cobraron un nuevo significado, eran las formas de revelar lo que esperaba de mí, mientras dibujaba su rostro, la línea de sus párpados perezosos, el contorno sensual de los labios, el óvalo perfecto de la barbilla, aquel esqueleto cubierto de carne que dejaba caer una mano invitándome a tocarla, a estrecharla en la mía. Retocaba buscando el preciosismo de Madrazo, su elegancia y ella me decía cómo tenía que hacerlo. No me permitía descansar, dar un paso atrás y permanecer un tiempo observando lo que había hecho; me incitaba a seguir, a terminar cuanto antes, para poder seguir mirando su futuro a través del próximo pintor que la copiase.

Cuando terminé el retrato, ya nadie miraba a través de mí, ni nadie susurraba a mi oído. Volvía a casa como viajan los muertos al cementerio, sin ver nada y en silencio. Subía la cuesta creyendo que nunca llegaría arriba, que cada paso que daba me alejaba más de mi puerta. Ya no escribía, no tenía nada que contar. Dormía, y en mis sueños cruzaba la puerta que hay a la izquierda del cuadro. Al otro lado estaba yo durmiendo, acostado con una mujer que nunca había visto, parecida a ella, aunque más vieja. Entre los dos una corona envuelta en la luz que escapaba de las farolas de la cuesta, palpitando como el corazón de un buey al que acaban de sacrificar y desollar. Despertaba en el taller, ante el cuadro sin acabar y ella posando para mí. Madrazo me hizo otro encargo, una copia del retrato que había hecho del embajador de Brasil. Aboceté la figura pero aún creía dibujar su silueta, la mano dirigida a la corona, el vestido de cola, la otra mano que sostiene el guante, el perfil bien definido de la cabeza y el cabello oscuro. Volví a cambiar de casa. Me aposenté en una pequeña vivienda que daba a una plaza, cercana al taller de Madrazo. Trasladé mis cosas, mis primeros cuadros. Cuando estuve instalado, algo me empujó a mirar aquellos lienzos olvidados de juventud. En una escena histórica del rapto de las Sabinas, una de las figuras se parecía a ella, vestida con una túnica, de perfil, llevándose la mano al pecho en la actitud de desgarrar la ropa que la cubre. No recordaba en quién me había inspirado para pintarla. Quizá en nadie, solo en una anticipación de mi mente, de lo que ocurriría transcurrido un tiempo.

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