Le invité a comer conmigo. Después de pensárselo un poco, aceptó. «Si quieres lo dejamos para otro día, pero no soy de los que se hacen rogar», avisó cambiando la carpeta de mano y secándose el sudor, quizá solo ilusorio –estábamos en diciembre––, en el pantalón. «Por mí no hay problema. No esperes nada especial. Pensaba hacer para hoy pasta y unas salchichas», le advertí. Sonrió. Dio unos pasos, adelantándose, como si supiese el camino que yo iba a seguir, y volvió a cambiar la carpeta de mano. Ahora no la restregó en el pantalón, sino que la llevó a la cintura y se acomodó la pistola que debía molestarle. «Allí de dónde vengo no me permite ser demasiado exigente», aclaró en tono algo sarcástico. Elegí mantenerme callado a la espera de que aclarara a qué se refería, pero varió de tema; me preguntó cuánto tiempo llevaba dibujando. Le interesaba cómo me las apañaba para darme a conocer. Respiraba con cierta dificultad y se disculpó por no poder seguir mi paso. Me pidió que caminase más lento. Cruzábamos la pasarela de las vías del tren de Feve cuando se detuvo, miró abajo y prorrumpió en un grito turbador. Un actor de teatro no lo habría hecho mejor. «Lo siento, no he podido evitarlo», comentó lacónico nada más ponerse de nuevo en movimiento, después de cambiar la carpeta de mano.
Cuando se hizo la pasta, Rubén me pidió que me sentase, él se encargaría de las salchichas. Le pregunté qué clase de anfitrión sería yo si lo permitiese. «Ya has hecho más de lo que piensas trayéndome a casa, permite que te corresponda», respondió sin dejar ningún margen a una nueva negativa por mi parte. En todo ese tiempo no se había quitado la cazadora. Iba a servir cuando se volvió, me apuntó con la pistola e hizo un disparo... Pero esto sucedió medio año después de encontrarnos por primera vez, de empezar a compartir piso –porque Rubén se quedó a vivir en casa–, de intentar escapar del influjo de aquel loco. En algunos intervalos de ese tiempo fui feliz, todo lo feliz que puede ser quien se siente caer a un pozo sin fondo. Sin embargo, dibujaba más inspirado que nunca. Dibujos que antes solo soñaba que hacía. En una buena galería me ofrecieron hacer una exposición. Rubén había cumplido la parte que correspondía a aquel trato imaginario de nuestro primer encuentro, me había puesto en el camino de darme a conocer. Agradecido decidí homenajearle. Compré varios botes de spray y me dirigí a la plaza donde nos habíamos conocido. La suerte quiso que hubiese un trozo de pared libre, lista para plasmar en ella lo que se me antojase, a trasladar a un muro de ladrillo ‘El grito’, su alarido en medio de la pasarela. Volví a casa medio alucinado, borracho de sensaciones. Entré en el dormitorio, pensando en echarme un rato a descansar, hasta que Rubén volviese y pudiéramos comer. Sobre la cama estaba la carpeta negra que solía acompañarle y que nunca olvidaba. Sentí el irreprimible impulso de abrirla, de averiguar qué escondía, si allí estaba la explicación de lo que empujó a detenerse y gritar. La abrí con la emoción con la que el amante desnuda a su pareja en la primera cita. Esto es lo que hacía sudar sus manos, un escrito titulado: «El generador y su guardián». Cuando terminé de leer aquellas veinte páginas donde se confesaba autor de un crimen, se abrió la puerta de la calle y entró Rubén. Corrí a la cocina y puse dos cervezas sobre la mesa. El pasó antes por el dormitorio.
Comeríamos pasta y salchichas, anunció desde el pasillo. Puso agua a hervir y esperó a que estuvieran cocidos los espaguetis, contándome cómo empleó la mañana. Seguía sin quitarse la cazadora. Al terminar, echó aceite a la sartén y frio las salchichas antes de dispararme en la pierna. Como quien se ve en la obligación de explicar algo, solo dijo: «Olvidaste, querido, cerrar la carpeta. Tómatelo, si quieres, como una advertencia».