En el último momento decidió no viajar con sus padres y hacerlo en el tren, aunque tuviera que madrugar. Su padre no le resulta un conductor fiable y su madre está muy afectada; no deja de llorar, de dirigir alrededor miradas ansiosas que parecen buscar a alguien al que hacer responsable de la muerte de su hermana Ramona, si no responsable directo, al menos sí uno de las causas de aquella enfermedad fulminante, que en menos de medio año había doblegado el empuje de su hermana mayor, reduciéndola a un ser patético. Una tarde, poco antes de morir, recibió una llamada de su tía. Le comunicó que comprendía muy bien por lo que estaba pasando desde la muerte de Andrés, pues sentía que de algún modo las dos estaban sufriendo una misma agonía; la suya, que pronto concluiría, y la otra, la de ella, que quizá se prolongase más de lo deseado. Era extraño que la tía Ramona se refiriera a ese estado de paranoia permanente en que se había convertido su vida como una agonía. Al descender la cuesta que lleva a la puerta del tanatorio le asalta la idea de darse la vuelta, de huir de nuevo por segunda vez en aquella mañana, pero la perspectiva de vagar por la ciudad sin rumbo, o volver a la estación a esperar el próximo tren, le parece aún más aterradora. En la sala solo estaban su prima, un matrimonio y el cadáver maquillado de su tía, bajo una luz irreal que acentuaba la mórbida palidez del rostro. Su prima la llevó a un lado y le entregó una bolsa. Al fondo asomaba Naty, la muñeca de porcelana, con los ojos puestos en el vacío, detenidos en un tiempo que nunca volvería, el de aquellas tardes eternas pasadas haciéndole comiditas, al tiempo que la abrazaba contra su pecho ilusionado de niña, cuando Ramona aún vivía en el pueblo. Le dijo que uno de los últimos deseos de su madre fue que se la regalara. La muñeca, que Ramona cuidaba con mimo, había sufrido algún desperfecto, quizá en el traslado del pueblo a la ciudad. Uno de los ojos bailaba y una ínfima parte de la mejilla derecha estaba descascarillada. Su prima lamentó no haber podido restaurarla, tenía pensado hacerlo pero los acontecimientos se precipitaron. Hoy en casa, creyó que aquel era el día indicado para dársela, sin esperar más.
Se dejó adelantar por los que habían acudido al funeral y al llegar a la puerta de la capilla del cementerio cogió el sendero de gravilla que arrancaba desde la derecha. De una mano le colgaba el bolso con la muñeca y en la otra sostenía un clavel blanco, que le dio su prima antes de abandonar el ambulatorio. Caminó bajo el arrullo de las palomas que revoloteaban entre las ramas de los cipreses del paseo, pensando en hacer tiempo, mientras terminaba la misa. Se detuvo ante un panteón presidido por una escultura de una mujer de tamaño natural abrazada a un prisma de piedra, en el que estaba tallada una cruz. Oyó que alguien avanzaba por el pasillo en su dirección. Volvió la cabeza y descubrió al guarda del cementerio conduciendo a una mujer mayor que caminaba unos pasos detrás de él. Iba a leer el epitafio del panteón cuando la voz de la mujer que preguntaba algo al guarda llamó su atención. Era la voz de su tía Ramona. Ya estaban a pocos pasos de ella. El guarda la miró, le sonrió y al fin la saludó. Sorprendida, dio un paso atrás, sin lograr evitar tropezar con la lápida que sobresalía del panteón. El clavel cayó dentro de la bolsa y al ir recuperarlo, descubrió que la cabeza de la muñeca presentaba una pequeña rotura como consecuencia del golpe. Aunque no pudo ver a la mujer, se trataba del mismo hombre que se puso a su lado aquella mañana en la cafetería de la estación. Ella, ahora, sí había respondido, un «buenas tardes» trémulo que sonó como las últimas palabras de un condenado. Los vio alejarse pasillo adelante en el mismo orden que aparecieron, el guarda unos pasos delante y la mujer, quien quiera que fuera, algo rezagada, canturreando una canción muy parecida a la que oía tararear a su tía Ramona en la cocina las tardes que iba a jugar a su casa mientras preparaba chocolate con churros.