Cuerpos: Un espacio familiar

Basado en el artículo y la fotografía aparecidos en Trazos ‘Una donación o la Biblioteca pública’ publicado en LNC el 11 de marzo de 2020)

José Javier Carrasco Álvarez
07/08/2021
 Actualizado a 04/09/2021
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Cinco mesas azules y unas cuantas sillas, algunas repartidas en dos islotes contiguos, con forma de rectángulo, constituyen parte del mobiliario de la sala de consulta de publicaciones periódicas de la Biblioteca de León, situada en la primera planta. Todo iluminado por unos tubos fluorescentes y la luz imprecisa filtrada por los estores de los ventanales que recorren las dos paredes orientadas al aparcamiento de Santa Nonia. Allí, en ese espacio familiar, se desenvuelve parte de la vida de quienes son los eternos usufructuarios de ese servicio (una o dos horas diarias, que al cabo de un año suponen una apreciable cantidad de tiempo). En ese escenario es donde Isidro pasa parte de sus mañanas y adonde vuelve, en algunas ocasiones, por las tardes. Si se siente con ánimos, lo que no es muy frecuente, sube a la segunda planta atraído por una llamada que no sabe explicar y pide algún libro del fondo local; como hoy, que se encuentra ya instalado en una mesa lamentado el paso que ha dado. ¿Qué le importa la historia del rey Felipe II y su hijo Carlos, ese primogénito rebelde y medio deforme? Sin embargo, ha vuelto a morder el anzuelo, a intentar vaciar con un caldero de agua el mar de su supina ignorancia. Al hacerle entrega del ejemplar el bibliotecario, se da cuenta de que no es la primera vez que consulta aquel libro con tapas desleídas de color café con leche. Mientras lee recupera la imagen olvidada y ya borrosa de Don Carlos, de ese personaje errático, versátil, imprevisible como él; un empedernido soñador, forjador de quimeras, como otros son jugadores. Alguien que intentó escapar al control de su padre y autonombrarse rey de las provincias del Norte. Fraguó en la soledad vigilada del Alcázar un plan descabellado que comunicó ingenuamente a su tío don Juan de Austria. El rey conocería en su retiro del Escorial el proyecto de su hijo, por boca de su hermanastro, la tarde siguiente. Se esperó al regreso de Felipe II a la Corte para detener al príncipe. De vuelta del monasterio, el rey, una noche de enero, como cualquier otra, acompañado por algunos servidores de confianza, alcanzó el lugar que ocupaban los aposentos de su hijo y asistió personalmente, imperturbable, al arresto, sin encontrar resistencia.

Isidro, a medida que se adentra en el texto, con la cautela de un bañista en un mar revuelto, saltándose algunos párrafos para ahorrar tiempo, revive la primera lectura, en ese mismo libro u otro, el clima de rumores venenosos que sacudió la capital del reino entre los que la hipótesis de que el rey, al adoptar aquella medida extrema, había actuado más por despecho, en el intento de reprimir la atracción que el príncipe sentía por la reina Isabel de Valois, su madrastra, que por una razón justificada, iba cobrando peso, aunque para la mayoría de los nobles aduladores que pululaban por palacio esa idea solo respondía a la elucubración de mentes insidiosas. Ahora solo quedaba determinar cuánto se alargaría el encierro. Algunos pocos esperaban aún, en los primeros meses del verano de 1568, un milagro improbable: la reconciliación de ambos. La noticia de la muerte del príncipe Carlos, en la madrugada de la víspera de la celebración de Santiago, en una torre del Alcázar, apenas cumplidos veinticinco años, a causa de una indigestión, fue la confirmación a la idea que rondaba en la cabeza de la mayoría de los súbditos, que aquella aventura no podía terminar bien.

A Isidro, atrapado a su pesar en esa historia retorcida y absurda a la que ha vuelto sin proponérselo, debido a uno de esos despistes suyos cada día más frecuentes, le resulta inexplicable, como la primera vez que la leyó, la conducta del rey negándose a estar presente en la agonía de su hijo. El autor del libro, un cura asturiano integrista, preceptor de Alfonso XIII, fusilado en la guerra civil, que dedicó el ejemplar que tiene ante él al obispo de León –y es fácil suponer que haría lo mismo con la mayoría de los obispos de España–, la defiende argumentando que la presencia del rey al lado del moribundo podía provocarle un arrebato, hacerle escupir la sagrada forma y morir en pecado. Él prefiere pensar, en cambio, que en realidad a Felipe II le asustaba enfrentarse a la última mirada de su hijo, creyendo que le recriminaría su crueldad, estudiándolo como a un monstruo desde el silencio de sus ojos de loco, o que buscaría el perdón a sus equivocaciones, e intentaría reconquistar, así, la libertad de movimientos en caso de una inesperada mejoría, por más que sospechara en el fondo que la condena a dejar de ser libre hasta el fin de sus días, viviese lo que viviese, era irrevocable para su padre. Termina de leer y deja el libro en la mesa del auxiliar. Recupera con pesadumbre su carnet de lector, esa en ciertos momentos ansiada accesoria identidad, que otorga cualquier documento oficial con un nombre y un número, y a la que nos adaptamos como la serpiente a una nueva piel. Isidro no sabe cuánto tiempo lleva deseando prescindir de los servicios de la segunda planta de la biblioteca, de esos libros de cubiertas engañosas, llegados quién sabe cómo a los anaqueles de la biblioteca, que alimentan vanos y fracasados sueños de ilustración de tipos como él, que no se conforman con el espacio familiar de la primera, con la urgente actualidad de la prensa escrita ajena a fabulaciones eruditas. Hoy, ante el buzón de la devolución de préstamos, sabe que tiene, como don Carlos, una oportunidad de escapar y desliza en su interior el carnet de lector, esa segunda piel que abandona con la esperanza de escapar a la suerte de Sísifo, condenado a repetir sin descanso el ascenso solitario de las escaleras que le llevan a la cima de la montaña desde donde debe abandonar la penosa carga que arrastra e iniciar a continuación, eternamente, un nuevo descenso.

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