Isidro, a medida que se adentra en el texto, con la cautela de un bañista en un mar revuelto, saltándose algunos párrafos para ahorrar tiempo, revive la primera lectura, en ese mismo libro u otro, el clima de rumores venenosos que sacudió la capital del reino entre los que la hipótesis de que el rey, al adoptar aquella medida extrema, había actuado más por despecho, en el intento de reprimir la atracción que el príncipe sentía por la reina Isabel de Valois, su madrastra, que por una razón justificada, iba cobrando peso, aunque para la mayoría de los nobles aduladores que pululaban por palacio esa idea solo respondía a la elucubración de mentes insidiosas. Ahora solo quedaba determinar cuánto se alargaría el encierro. Algunos pocos esperaban aún, en los primeros meses del verano de 1568, un milagro improbable: la reconciliación de ambos. La noticia de la muerte del príncipe Carlos, en la madrugada de la víspera de la celebración de Santiago, en una torre del Alcázar, apenas cumplidos veinticinco años, a causa de una indigestión, fue la confirmación a la idea que rondaba en la cabeza de la mayoría de los súbditos, que aquella aventura no podía terminar bien.
A Isidro, atrapado a su pesar en esa historia retorcida y absurda a la que ha vuelto sin proponérselo, debido a uno de esos despistes suyos cada día más frecuentes, le resulta inexplicable, como la primera vez que la leyó, la conducta del rey negándose a estar presente en la agonía de su hijo. El autor del libro, un cura asturiano integrista, preceptor de Alfonso XIII, fusilado en la guerra civil, que dedicó el ejemplar que tiene ante él al obispo de León –y es fácil suponer que haría lo mismo con la mayoría de los obispos de España–, la defiende argumentando que la presencia del rey al lado del moribundo podía provocarle un arrebato, hacerle escupir la sagrada forma y morir en pecado. Él prefiere pensar, en cambio, que en realidad a Felipe II le asustaba enfrentarse a la última mirada de su hijo, creyendo que le recriminaría su crueldad, estudiándolo como a un monstruo desde el silencio de sus ojos de loco, o que buscaría el perdón a sus equivocaciones, e intentaría reconquistar, así, la libertad de movimientos en caso de una inesperada mejoría, por más que sospechara en el fondo que la condena a dejar de ser libre hasta el fin de sus días, viviese lo que viviese, era irrevocable para su padre. Termina de leer y deja el libro en la mesa del auxiliar. Recupera con pesadumbre su carnet de lector, esa en ciertos momentos ansiada accesoria identidad, que otorga cualquier documento oficial con un nombre y un número, y a la que nos adaptamos como la serpiente a una nueva piel. Isidro no sabe cuánto tiempo lleva deseando prescindir de los servicios de la segunda planta de la biblioteca, de esos libros de cubiertas engañosas, llegados quién sabe cómo a los anaqueles de la biblioteca, que alimentan vanos y fracasados sueños de ilustración de tipos como él, que no se conforman con el espacio familiar de la primera, con la urgente actualidad de la prensa escrita ajena a fabulaciones eruditas. Hoy, ante el buzón de la devolución de préstamos, sabe que tiene, como don Carlos, una oportunidad de escapar y desliza en su interior el carnet de lector, esa segunda piel que abandona con la esperanza de escapar a la suerte de Sísifo, condenado a repetir sin descanso el ascenso solitario de las escaleras que le llevan a la cima de la montaña desde donde debe abandonar la penosa carga que arrastra e iniciar a continuación, eternamente, un nuevo descenso.