Opino, por mi deformación de psicoanalista, que los errores obedecen, en la mayoría de los casos, a una señal que el inconsciente nos dirige sobre algo a lo que deberíamos prestar atención. Por eso, cuando aquella mañana, al leer aquel artículo sobre una deriva por el centro de la ciudad, en el que se hacía mención a los relieves de la fachada de la conocida como casa del Pueblo durante la II República, y ver que el autor confundía a unos herreros con unos canteros, me pregunté qué tipo de mensaje le quería enviar su yo más profundo. La fotografía que acompañaba al artículo dejaba bien claro que uno de los relieves no correspondía a un cantero desbastando un sillar, como afirmaba, sino a un esforzado herrero sosteniendo una pieza de hierro que un compañero se dispone a golpear con una maza. Aquello era un yunque y no un bloque de piedra. El error era garrafal, y resultaba incomprensible que se hubiera cometido. Me pregunté si llamar al periódico buscando una explicación, pero después, cuando aquella misma tarde, al repasar la edición digital comprobé que se había corregido el error, me alegré de no haberlo hecho. Quizá se me hubiera tomado por alguien que solo busca descubrir las faltas cometidas por otros, tanto mejor si son las de un periodista inexperto (al menos no se trataba de uno de los colaboradores habituales). Así todo, pensé tomarme la molestia de volver a leer el texto, con la esperanza de encontrar una pista que permitiera averiguar qué quería decirle el inconsciente a nuestro hombre, a aquel personaje ya maduro, que nos contemplaba desde la fotografía que flanqueaba el artículo con un gesto difícil de definir; sorprendido, en definitiva, por aparecer allí, subrepticiamente, en las páginas de un periódico sin quizá merecerlo. Llamaron al teléfono. Querían saber si podía dedicar unos minutos a responder a una encuesta. Aquellos minutos se estiraron hasta convertirse en un cuarto de hora, en el que tuve tiempo a repasar todos mis hábitos domésticos de soltero. Al terminar me había olvidado del artículo, y además era hora de sacar a pasear al perro.
Llevaba media hora en el centro de salud, aguardando mi turno, cuando aparecieron al fondo de la sala. El autor del artículo, en compañía probablemente de su madre, se dirigía hacia mi misma consulta. La mujer iba cogida a su brazo y él resistía el peso con una expresión de tranquila aceptación. Se sentaron separados porque no había sillas contiguas; él en una de brazos abatibles de color negro reservada para minusválidos. Posó la mirada en mí un momento y a continuación sacó un pañuelo de papel del bolsillo de su anorak y limpió los cristales de las gafas. No pareció satisfecho de la operación y volvió a repetirla. Por fin, se puso las gafas y miró en dirección a la placa de la puerta. Hizo un gesto afirmativo para tranquilizar a su compañera, que parecía esperar aquella señal, y sacó el móvil. Permaneció durante unos minutos tecleando como una cobaya que impulsa con sus patitas la rueda de la jaula, ajeno a lo que aquel movimiento tenía de tiránico. Se acercó a decirle algo al oído a la mujer y en ese tiempo perdió su asiento. Sacó un libro y empezó a leer de pie; al poco, levantó la vista de la hoja señalada con un marcapáginas de la Biblioteca Pública y dirigió alrededor aquella mirada suya tan característica que recordaba a la de mi perro, si este usara gafas y colaborara en un periódico.
A la mañana siguiente desperté más pronto de lo habitual y decidí dar una vuelta por el centro. Las farolas estaban aún encendidas y era difícil que me encontrara con nadie. Nuestro encuentro casual en el ambulatorio y que leyera una de mis novelas preferidas – ‘La conjura de los necios’– me habían decidido a mirar la ciudad con sus ojos, a meterme en la piel de aquel desconocido, – aunque ahora ya un poco menos –, con la esperanza de descubrir al fin la razón de su lapsus. En la calle Ancha busqué aquellos detalles arquitectónicos a los que se refería en su artículo, dando con algunos. Sentí cierta satisfacción al hacerlo. Quizá la misma de un alumno aplicado. Llegué a la Plaza de Santo Domingo y cogí la Gran Vía San Marcos, pensando en la tarde del 20 de julio de 1936, en el millar de hombres y mujeres reunidos en la entonces Plaza de la República convencidos de que aún se podía recuperar el control de la ciudad. Los imaginé camino de la casa del Pueblo, desafiando el nido de ametralladoras instaladas en el convento de los agustinos, y me pregunté cómo pudieron aguantar durante horas, reducidos en el interior del edificio, el asedio de los sediciosos, mucho mejor pertrechados. Al llegar a la Plaza de la Inmaculada me pareció tan impersonal y desangelada como él decía. A cada paso, más cerca me sentía de poder solucionar con éxito el enigma de aquel error. Recorrí los últimos metros que me separaban de la sede de la UGT y posé la vista en la parte superior de la fachada. Al dirigir la mirada al relieve de la derecha sentí una sacudida parecida a la que se experimenta en algunas atracciones de feria: también yo estaba frente a unos canteros, uno de ellos acariciando un sillar, otro esperando para dividirlo en dos mitades. Abrí y cerré los ojos con la esperanza de que la ilusión desapareciera, pero nada cambió. Alguien se había detenido en la otra acera, a la puerta del sindicato, y me estudiaba. Por un momento lo confundí con el autor del artículo, pendiente de mi reacción, aunque se trataba de un sin techo, apenas perfilado, como una figura más descendida del relieve, bajo esa luz difusa donde apuntan ya las primeras señales del día, preguntándose si le merecía la pena salvar la distancia que nos separaba y acercarse a pedir unas monedas, que seguramente iban a negarle.
Basado en la fotografía y en el texto del artículo de ‘Trazos’, ‘Relieves o la sede de la UGT’, publicado en LNC el 29 de enero de 2020.
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