Nacido en la década de los setenta, hijo de León como Walt Whitman de Manhattan, criado en la calle como todos vosotros, al menos los llegados al mundo antes de este siglo, al calor de los colmados, las fruterías, las panificadoras, las carnicerías, los kioscos, las mercerías, las tiendas de ropa, de retales, de bicicletas, de blablabla, y como no, de los bares. Inconformista y un tanto transgresor, de naturaleza curiosa, me he asomado al mundo, unas veces haciendo turismo, y otras viajando, digamos que la diferencia fundamental es el tiempo dedicado a cada una de ellas, y he ido recogiendo a lo largo del camino, una serie de teorías locas, testadas en primera persona, que sin lugar a dudas, y para lo que dicen está por venir, nos van a hacer mucho bien a todos...
Pónganse gorrito que empezamos, y se les va a calentar la cabeza...
Primera parada
Todo empezó con un viaje por el norte de la India, en un pueblecito llamado Púshkar, y después de un, ligeramente dulce, blanglashi. Acababa de leer ‘La Montaña Mágica’ de Thomas Mann, y en mi cabeza aún resonaba (normal por otra parte, el blanglashi le pega duro) el tiempo en el que Thomas Mann fijaba la aparición de la rutina. Quince días decía el nota... quince días!! Recuerdo que pensé: ¿quince? Pero si León está a trescientos cincuenta kilómetros de Bilbao, coño, yo esto me lo hago en nueve (bendito blanglashi).
El objetivo era claro, acabar con la novedad, y convertirme en la misma rutina para el pueblo, que éste para mí. He de decir en este punto que Púshkar es un pueblo extremadamente pequeño, como cualquiera de nuestros barrios, con un lago sagrado al que peregrinan multitud de indios, y en el que nadie suele quedarse más de dos días.
El primer día lo dediqué a elegir los sitios en los que gastaría mis pocas rupias, el colmado, la frutería, los puestos de comida en la calle, y cómo no, el bar. Quizá aquí el concepto bar esté un poco exagerado, se trataba de un ancho tablón de madera, apoyado sobre dos pilares de cajas de cartón, uno a cada lado, en el que los vecinos se reunían para divagar sobre lo divino y lo humano, y dónde sólo se servía té. Acompañaba todo esto con largos paseos por el pueblo, exhibiéndome al más puro estilo influencer, pero sin fotos y con tan sólo tres camisetas.
El segundo día y el tercero fueron un poco como el primero. Aplicaba esta técnica básica de todos los que en algún momento hemos escrito en nuestro currículum, nivel de inglés, medio. Señalaba lo que quería, pulgar arriba, y a la boca.
Al cuarto día ya empezaba a ver asombro en las caras de mis tenderos, algún comentario por lo bajo que por supuesto no entendía... ¿No será este el nieto de los del molino? Acuérdate que la hija mayor, esa que no casaban por flaca, se fue con aquel inglés tan chaparrito cuando estuvieron poniendo las vías del tren en Ajmer...
Al quinto día descubrí que el niño que me nutría de té durante toda la jornada se llamaba Amal, sí, sí, el niño, nueve años tenía aproximadamente la criatura, allí casi nadie sabia cuándo había nacido. También descubrí que Iravan y Taj, con los que me cruzaba siete veces al día, creo que ya dije que el pueblo era extremadamente pequeño, no veían el momento de echarle tijera a mi barba en su peluquería, o que Daya, siempre con la sonrisa en la boca, se preocupaba de guardarme dos buenos tomates para la cena.
Al sexto día, cuando salía a pasear por el pueblo, ya utilizaba este saludo tan nuestro de arquear las cejas hacia arriba al tiempo que se levanta la cabeza con cualquiera que osara cruzarme la mirada.
El séptimo día fue difícil, se me presentó Devak, el hijo de las mil putas que explotaba al niño Amal sin ningún tipo de remordimiento. La impotencia y la ira que sentí al conocerlo aún hoy alimentan mi rabia. Pero como en ‘La Historia Interminable’, ésta es otra historia, y tendrá que ser contada en otro momento.
El octavo día todos mis paseos se redujeron a uno, yo, que había hecho surco en todas las calles del pueblo no podía caminar sin pararme a compartir, aunque solo fuera tiempo y espacio, con las personas que tan bien me habían acogido.
Y el noveno día, ay al noveno día... ya sabía que iba a abandonar mi casa, una casa que había llegado a construir sin hablar una sola palabra de hindi, bueno sí, namaste... Increíble. El objetivo aquí también es claro. Decidir ser de barrio, y no sólo estar en él, gastar vuestras pocas rupias en el barrio, conocer a vuestros vecinos, a vuestro Amal, vuestra Daya, vuestros Iravan o Taj, y también claro está a vuestro Devak, que hijos de las mil putas desgraciadamente hay en todas partes, instalar vuestra red social en el barrio, y la recompensa vendrá sola. En el momento en el que no haga falta que metáis la llave en la puerta de vuestras casas para saber que ya estáis en ellas, lo habréis conseguido... Habréis hecho vuestra casa más grande... Construir, tejer, hay auténtico talento y mucha paciencia tras los mostradores de vuestros barrios, y nos vemos en la siguiente parada...