— ¿Cómo sabía Vasari que la duquesa corría un peligro tan inminente? —preguntó de nuevo Vicra.
Armándome de valor, conseguí expulsar aquella hipótesis que me carcomía por dentro.
— ¡Está al revés! —grité.
— ¿Cómo? —se sorprendió Brandon.
—Las letras. Están al revés. Es un ambigrama —la quietud de Brandon y Alice me indicó que desconocían la existencia de aquellos grafos dedicados a esconder misterios—. Los ambigramas son palabras que expresan algo si las lees de una forma y si, por contraposición, les aplicas un giro o cualquier otro movimiento, expresan un sentimiento completamente diferente. Los trazos de “Cerca Trova” están confeccionados de una manera demasiado premeditada. No son movimientos del pincel porque sí. Son estudiadas formas caligráficas para que, si le das la vuelta al cuadro, puedas obtener una idea completamente diferente.
— ¿Cómo vamos a darle la vuelta al cuadro? —preguntó Brandon.
Vicra asió la FotoCarpeta y nos volvió a enseñar la imagen de la bandera con las palabras escritas: Cerca Trova. Acto seguido, giró el artefacto para poder observar la palabra desde un ángulo diferente. Efectivamente y cumpliendo con lo establecido, las letras que conformaban la expresión fueron convirtiéndose en otras. La “c” pasó a ser una “a”, la “e” se transformó en una “t” y así sucesivamente hasta que la FotoCarpeta se estabilizó y pudimos leer el mensaje completo oculto por Giorgio Vasari.
«StelaMorta»
—“Stela Morta” —leyó Vicra—. Estrella muerta. Muy inteligente, Ernest. Isabel de Médici era reconocida por todos como la Estrella de Florencia. Su cercanía al pueblo, su belleza, su bondad y sus aspiraciones la convirtieron en todo un ejemplo para los florentinos. Vasari debió averiguar que la duquesa estaba a punto de ser asesinada por alguien y se lo mostró a todos los habitantes de esta ciudad. Aunque nadie supo encontrar el mensaje oculto.
—Pero ya sabemos que Isabel fue asesinada por Paolo, su marido —dije entonces—. ¿Por qué es un misterio?
—Porque el Núcleo Central cree que, aunque la mano ejecutora fuera la de su propio marido, fue realmente su hermano quien dio la orden. Por eso estamos aquí. Dentro de un par de horas, Francisco de Médici, actual duque de Florencia se reunirá con su cuñado, Paolo, el marido de Isabel. Atenderemos a esa reunión y descubriremos si fue realmente como cuenta la Historia, o hay algo más turbulento tras toda esta ficción.
Salimos del salón de los quinientos y caminamos por las calles de la hermosa ciudad. Nos adentramos en el paseo junto al Arno y seguimos el único vestigio de sendero hasta el Palazzo Pitti, actual residencia de los Médici, el corredor de vasariano. A mediados del siglo XVI, la familia Médici estaba socialmente separada del resto del pueblo, debido a diferencias políticas y a la muerte de Cosme y el advenimiento del hijo de este, Francisco, como nuevo duque de Florencia. Por este motivo, se decidió que la alta nobleza no debería cruzar por las mismas calles que sus inferiores y el duque Cosme encargó a Vasari la construcción de un corredor que surcaba la parte alta de la ciudad y conectase el Palazzo Vechio con el nuevo hogar de los Médici. De esta manera, la familia no tendría que pisar el suelo para pasar de un lugar a otro.
—Antes de nada —dijo Vicra mientras nos adentrábamos por la puerta del Palazo Pitti como si nos perteneciera—, es necesario que conozcáis la historia de los Médici. En especial la de Isabel de Médici. Cosme I de Médici nace en esta misma ciudad en 1519, año en el que también muere Leonardo Da Vinci. Llega al poder tras el asesinato del antiguo duque de Florencia, a los diecisiete años y decide casarse con Leonor Álvarez de Toledo y Osorio, una española hija del virrey de Nápoles, que es conducida al matrimonio con Cosme para inaugurar una buena relación entre el antiguo reino español de Carlos V y la familia Médici. Se dice que el amor entre Cosme y Leonor era real. Del matrimonio surgieron once hijos, de los cuáles cinco fueron varones, permitiendo a la estirpe de los Médici recobrar el esplendor que, parecía, había ido quedando atrás.
>>Solo Isabel sobrevivió más allá de los dieciséis años, pues todas sus hermanas fueron asesinadas o perdieron la vida debido a alguna enfermedad. Francisco I se convirtió en el legítimo heredero de la dinastía Médici, aunque posicionado siempre a la sombra de su hermana, Isabel. En 1562, Leonor, la madre de Isabel y de Francisco muere, y Cosme se apoya en su única hija con vida, otorgándole más beneficios y poder que a su hermano.
>>Isabel no siguió los pasos de su padre. Ella se acercó al pueblo y se ganó la confianza de varios de los nobles que servían a la familia. Fue dotada con varias tierras a las que no debería haber podido optar y gracias a la fuerte unión que mantenía con su padre, fue relegando a un segundo plano la figura del sucesor Francisco.
>>Aunque murió a la avanzada edad de treinta y cuatro años, estuvo prometida con Paolo Giordano, Duque de Bracciano, desde los siete. La relación entre ambos no pudo ir peor. El espíritu aventurero de Isabel la llevó a disfrutar de la presencia de varios hombres con los que mantuvo relaciones extramatrimoniales de las que, se supone, Paolo estaba al tanto aunque no aprobaba. El nombre más conocido fue el de Troilo, amante de Isabel y objetor de conciencia del ducado. Por su ímpetu y su carisma, la duquesa de Florencia era amada por todos los habitantes de la ciudad y, al ser la posesión más preciada del Duque, Cosme I, se la bautizó como la Estrella de Florencia.
>>Isabel lo tenía todo en su poder. Hasta que murió su padre. Hace un par de años, en 1574, Cosme I muere y deja a Francisco I de Médici, hermano de Isabel, al cargo de la familia y de Florencia. Al perder la protección de su padre, Isabel tiende a correr un peligro inminente a cada paso que da. Tanto es así que, en varias ocasiones, piensa en fugarse con Troilo para huir de las garras de su hermano, que ahora controla la totalidad de la ciudad. Desgraciadamente su marido, Paolo, la retiene contra su voluntad y desde entonces, su vida se convierte en un infierno.
>>Troilo y una prima de Isabel participan en un motín contra Francisco I, que no se desarrolla como ellos lo habían previsto. Se ven obligados a huir a Paris, donde son asesinados por un ejecutor pagado por la familia Médici. La Estrella de Florencia se queda sola, bajo el espeso manto del poder que ejerce su marido, Paolo, y la fuerza política de su hermano Francisco.
>>Después de estos envites, Isabel logra sobreponerse, aunque se dice que su marido la asesina un día como hoy en la alcoba del Palazzo Pitti. Después de varios siglos, se consiguió encontrar en la iglesia de San Lorenzo, lugar funerario de los Médici, el cuerpo de una joven mujer a la que reconocieron como Isabel. Su cuerpo no se había introducido en uno de los grandes ataúdes que dedican al resto de la familia, sino que había sido encontrado en un lugar apartado de la cripta. Esto nos indica que, sin querer esconder el cuerpo, decidieron no darle la sepultura correspondiente, con intención de convertirla en una persona sin importancia.
Habíamos llegado a las engalanadas puertas de los aposentos del actual duque Francisco I. El dolor de cabeza me sobrevino. Sentí la necesidad de gritar, aunque sabía que no debía hacerlo. Intenté mantenerme erguido hasta que cumplimentásemos la misión, pero me fue imposible. Un chirriante pitido se apoderó de mis sentidos y me hizo retorcerme de dolor. Tal y como había ocurrido en multitud de ocasiones. El calor era sofocante y ninguno de mis camaradas tenía la misma sensación, lo que acrecentó en mí la angustia y me provocó un desvanecimiento.
Tras los que para mí fueron segundos, recobré el sentido sin notar una disminución en la intensidad de los dolores. Ya no estaba en el pasillo, sino al otro lado de las puertas, escondido tras un sillón imperial y escuchando las palabras que el Duque Francisco I de Médici le refería a su cuñado Paolo.
—La situación es insostenible —dijo Paolo—. Corre el rumor de que por la cama de Isabel han pasado todos los nobles de Italia, sois el principal tema de conversación en otros países. Se ríen de vos.
—Mi querida hermana ha tenido la oportunidad de enmendar los errores que ha cometido durante estos años. Solo hay una solución posible. El fuego de la Estrella de Florencia se apagará esta tarde.
Miré a ambos lados y descubrí a mis otros compatriotas escondidos en sendos mobiliarios de la habitación. Ellos también habían escuchado las palabras de Francisco. Era una declaración de intenciones. Por mi parte, aún sentía un punzante e indescriptible dolor y cada palabra que se vertía de esa conversación era un clavo ardiendo que se clavaba en mis sienes.
—Mátala, Paolo —dijo Francisco—. No dejes rastro alguno de ella. No serás castigado y seguirás teniendo la misma relación con mi familia. Es una orden.
Era cristalino. El Duque había ordenado la muerte de su hermana. Todos lo habíamos escuchado. Pero la dolencia que padecía me hizo volver a desvanecerme.
Cuando desperté de nuevo, ya no estaba en los aposentos de Francisco, sino en los de Paolo, allí donde se había producido el terrible crimen que había terminado con la vida de Isabel. En esta ocasión, no descubrí ni a Vicra, ni a Brandon, ni a Alice. El griterío era ensordecedor. Isabel lloraba desconsolada mientras Paolo le recriminaba todo el dolor que había causado a su familia con su comportamiento. Cada una de las letras que emanaban de sus labios penetraba en mí y me hacían sufrir. Tanto fue así, que no pude aguantar ni un minuto más aquella discusión.
Me levanté del piso y me dirigí hacia Paolo. Sorprendido, se apartó a un lado ante el inmediato choque contra mi cuerpo. Isabel gritó al ver la escena, pero no hizo nada para detenerme. Había fallado el primer golpe, pero Paolo, al intentar arremeter contra mí, descuidó varios de sus flancos y fui capaz de atestarle un puñetazo en el costado del cráneo que lo derribó al momento. No estaba muerto, solo inconsciente.
Cuando el cuerpo cayó, escuché un tronador golpe en mi cabeza, seguido de chillidos de mujer que pertenecían a Isabel. Ya en estado de descontrol absoluto, me abalancé sobre la joven para rodear su fino cuello con mis manos.
No era yo. Nada había en mí que me empujase a cometer tal vil acto de cobardía, asesinando a dos personas indefensas. El dolor fue el causante, los continuos pinchazos al lado de la oreja y el ruido sordo que había nacido minutos atrás.
El ruido se calmó. Nada importaba ya.
Como era ya costumbre, mi cuerpo perdió las pocas fuerzas de las que aún disponía y se precipitó al suelo, para descansar junto al cadáver de Isabel y el cuerpo sin conocimiento de su marido, Paolo.
Me volví a despertar en un lugar cuanto menos curioso.
Estaba en San Lorenzo, la iglesia encargada de enterrar a la familia Médici. En mis manos, reconocí una gran pala y, en el suelo, un hueco con un pequeño ataúd. Estaba de pie. Me había despertado sin idea alguna de lo ocurrido pero aún con las migrañas revoloteando mi cabeza.
Escuché unos susurros. Alguien me contaba sus secretos. O me pedía que yo se los confesase. Nunca lo supe. Mantuve la pala en mis manos y bajé al gran agujero que, inferí, había excavado durante la última noche. Dentro, el ataúd estaba a punto de ser sepultado, escondiendo así las pruebas del terrible crimen cometido. Me acerqué al ataúd y lo abrí. Allí debía estar Isabel, pero, sin embargo, estaba vacío.
Salí del hueco con presteza y dejé el ataúd abierto y fue entonces cuando Vicra me sorprendió.
— ¿Qué has hecho, Ernest? —me dijo la mujer, que se encontraba sola.
— ¡Vicra! —me sobresalté—. No sé lo que ha ocurrido —entonces los chillidos volvieron a mi mente. Intenté moverme por la estancia para mitigar el dolor, pero este fue a más. Apreté la palma de mi mano contra mi frente, para proporcionar apoyo a la gran presión que tenía en mi interior, mientras que, con la otra mano, seguía sujetando la pala.
Vicra se acercó, intentando esquivarme, hasta el hueco en el suelo de la iglesia de San Lorenzo. Se asomó y comprobó que no había muerto alguno del que preocuparse. La Historia no había cambiado.
— ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Dónde has estado todo este tiempo?
—Las voces, Vicra —acerté a decir mientras me acercaba a ella—. No puedo soportarlas. Tienes que ayudarme. ¿Cómo puedo deshacerme de ellas?
Vicra me miró a los ojos y dijo las palabras que la sentenciarían a muerte.
—Tendrás que confesar, Ernest. Si dices la verdad. Si nos cuentas la verdad. Entonces te dejarán en paz.
— ¿Confesar el qué? —dije a la vez que mi cabeza alcanzaba su máximo grado de dolor.
—Que eres un asesino.
Mi alma se apoderó de mí. Recordé las otras ocasiones en las que alguien había intentado convencerme de lo mismo. Acepté mi sino y deliberé interiormente. Llegué a un acuerdo con mi paz interior y descubrí que solo había una manera de terminar con todo esto.
No me harían creer que era un asesino.
Me acerqué rápidamente a Vicra, colocada al filo del hueco excavado y le atesté el golpe más fuerte que pude con la pala que aún sostenía entre mis brazos. No comprobé su expresión, aunque me figuro que fuera de sorpresa. Su cuerpo cayó hacia atrás, hacia el ataúd, donde se acomodó en su interior.
No encontré mejor final para Vicra, por lo que bajé hasta el ataúd, empujé la tapa del mismo para cerrarlo y dije las palabras que habían calado más hondo en mí.
Me pareció curioso pensar que, después de cientos de años, los estudiosos de la ciudad de Florencia, encontrasen el que creían que iba a ser el cadáver de Isabel de Médici en una tumba sin nombre del panteón familiar de San Lorenzo. Aunque, como ya supone el lector, fue el cuerpo de mi camarada, Vicra, el que sostuvieron entre sus dedos para ser pormenorizadamente estudiada. Ante esa disyuntiva, no tuve más que añadir:
—Cerca Trova, Vicra.
No dio tiempo a que el ataúd se cerrase de una vez y para siempre, cuando perdí de nuevo el conocimiento a causa del dolor que me provocaban las voces.
Me desperté tranquilo. Sin dolores, con la compañía de mis dos fieles escuderos, Alice y Brandon, que siempre me habían acompañado a lo largo de tantos años. Desde la infancia, siempre habíamos estado juntos. Solos, nosotros tres, nadie más.
En esta ocasión, no me preocupó el lugar en el que habíamos aparecido, sino el tiempo. Desesperado por conocer la verdad, me di cuenta de que la misión que se iba a desarrollar estaba completamente prohibida. No por nadie en especial, sino por todas y cada una de las leyes físicas del planeta del que provengo. Los taquiones no nos habían asesinado, pero no sabía cómo seguir adelante.
Estábamos… En el Futuro.
Fin de la Séptima Transmisión.