Tiene 92 años, buena salud, y está en esa fase de su vida tan repetida que prefiere hablar de «lo de antes, de lo de ahora se me olvida al minuto, ya no me acuerdo si desayuné», dice con una carcajada muy suya.
- Se quejan los nietos de que toma café a todas horas.
- Pues duermo como una rosa. Sin pastillas.
Y mirando por la ventana de su casa en Santa Lucía, sobre las vías de ese tren que cada vez pasa menos, parece subirse a los vagones del tiempo, a su juventud, a sus primeros pasos como panadera... «Llevó toda la vida de panadera. Al principio repartía por las casas de Santa Lucía y todos estos pueblos, llevaba un cesto con el pan, los sequillos y algún dulce más».
- ¿Caseros?
- Claro, ¿quién los iba a hacer?
Y sigue sus reflexiones/recuerdos por el camino de la lógica y de cómo evitar tener que andar repartiendo por las casas con un cesto... pues comprando una pequeña furgoneta.
- ¿Y el carnet de conducir?
- Me lo saqué, a la primera, que cuando hace falta...
"Repartía por las casas con una cesta y dije: mejor en furgoneta"
- ¿Fuiste la primera de toda esta comarca?
- Pues no lo sé, no recuerdo a más, pero no me preocupaba, yo lo necesitaba...
- ¿Lo sacaste antes que tu marido?
- Sí, claro.
- ¿Él no lo sacaría para que no dijeran...?
- Lo necesitaría también.
Y cuando le preguntas si sigue siendo panadera salta rápido con un «pues claro, lo que pasa es que ahora ya la tienen los nietos, pero es la misma panadería». Y en esa lógica tan aplastante de los recuerdos se pregunta: «¿Si la nuera, que los hace, y los nietos, que los venden, acaban de sacar unas cajas de sequillos que llaman de la abuela Anita, porqué son los mismos que yo les enseñé a hacer, quién es la repostera?». Irrefutable. Y se queda mirando para la citada caja, en la que sale un retrato que le hizo un artista en París y pregunta: «¿A qué salí guapa? Me había hecho la permanente».
No quiere más que acabe la entrevista para insistir: «Pero coger sequillos, que para eso son».