Adiós, reguera negra, qué rica quedas con tu tesoro junto a la peña…
Los paisanos caminaban trabajosamente, con esa calma que da el dolor de todo, por las cuestas asoleadas de mi pueblo, pero nosotros las subíamos y las bajábamos cada verano infatigables, inmunes al calor, a la sed y al escozor de las rodillas raspadas.
Nos llamaban a cenar a la caída del sol y, algunas veces, nos dejaban volver a salir un rato antes de acostarnos. Otras veces querían tenernos recogidos y entonces solíamos a sentarnos con mi abuela al fresco de la huerta hasta que cada uno se iba a su casa.
– Cada mochuelo a su olivo- decía mi madre cuando ya era hora de acostarse.
No recuerdo haber visto jamás un cielo tan limpio como el de aquellos veranos ni unas estrellas tan brillantes como las de Correcillas. Las constelaciones se dibujaban con tanta claridad que parecían páginas de un libro ilustrado.
Mi abuela canturreaba trocines de jotas o nos contaba, a trompicones, alguna leyenda .
La que nos tenía fascinados era la de la Reguerona, un paraje que estaba hacia el Valle del Marqués .
Adiós, reguera negra, qué rica quedas
con tu tesoro junto a la peña,
dame la vuelta y verás…
– Allí vivían los mouros . Nadie sabe de dónde llegaron, pero engatusaban a cualquiera con sus joyas de oro y plata, que eran una maravilla de lo labradas que estaban. Dormían por el día en túneles bajo la tierra y de noche salían a hacer sus hechizos y pulir sus tesoros. Los mouros parecen personas, pero son seres de magia, aunque apenas se distinguen de nosotros. Hay que fijarse bien en su piel tan oscura y en que siempre están preocupados por sus riquezas. Las mouras son otra cosa, blanquinas,blanquinas. Diz que son enormes, como gigantas y muy guapas. Llevan unos mandilones grandes como sábanas que los bordan con hilo de oro.
Escuchando a mi abuela, nuestras mentes se llenaban de imágenes extraordinarias de esos seres rodeados de riquezas que habían vivido tan cerca de nuestro pueblo .
– Un día, tuvieron que irse, no sé qué tratos tenían que les saldrían mal y debían de tener al pédaneo alborotao. Se fueron de repente y allí quedó todo, hasta los túneles llenos de monedas y lingotes.
Adiós, reguera negra, qué rica quedas
con tu tesoro junto a la peña,
dame la vuelta y verás…
Lo preparamos todo : la mochila, los bocatas, el agua y,lo más importante, las excusas. Cada cual dijo que comería en casa de otro y, el martes siguiente, tan temprano que no se había levantado nadie, nos reunimos sigilosamente en el caño.
Subimos y subimos las calles en cuesta hasta llegar a las antiguas escuelas.
Desde allí, dirección al cementerio, uno de los puntos más altos del pueblo.
Nos detuvimos unos segundos porque las vistas son tan bellas y sobrecogedoras que, incluso unos niños aventureros como nosotros, necesitábamos pararnos en silencio un momento. Aún hoy sigo haciendo lo mismo cuando vuelvo al pueblo.
Dicen que, cuando en el amanecer de verano, se notan las hierbas húmedas, significa que será un día de muchísimo calor y,en ese caso, así fue porque en cuanto pisamos la calzada romana, nos sobraron las chaquetas y empezamos a sudar debajo de las gorras.
No importaba.
La ilusión de ser los primeros en rescatar el tesoro de los mouros era superior al calor,a la sed al cansancio y al miedo. Y es que,naturalmente, un poco de miedo había. ¿Y si aún quedaba uno de los hechiceros por allí? ¿O una de esas gigantonas tan hermosas? ¿Qué pasaría si el tesoro estaba embrujado o maldito?
La calzada seguía el recorrido del río varios metros por encima. A ratos, olvidábamos un poco nuestra misión y bajábamos,resbalando por la pendiente, a refrescarnos y a jugar con el agua.
Unas horas más tarde nos recibió, como una amiga con los brazos muy abiertos, la enorme pradera del valle del Marqués. Corrimos gritando y revolcándonos por la hierba, porque éramos valientes, éramos exploradores y éramos libres.
Buscamos junto al reguero, entre los matorrales, en las raíces de los árboles. Buscamos durante horas entre las piedras,enormes y afiladas, que parecían restos de un castillo. Buscamos sin encontrar ningún túnel de mouros ni, por supuesto, esos baúles llenos de tesoros que nos habían llevado hasta allí.
Estábamos agotados y ni sabíamos qué hora era. Comimos los bocatas medio deshechos y nos tumbamos a descansar.
Cuando despertamos, anochecía. Laura se había subido a un castillete de roca, en un último intento de encontrar la pista definitiva. Nada.
–¡Vamos! Ya es casi de noche, estarán preocupaos y queda mucho camino aún. –Le dije.
Al bajar precipitadamente, perdió pie y se cayó. Se hizo una buena herida en la rodilla.
–Mierda –dije entre dientes. Casi no se veía y no teníamos con qué curarla. Le eché un poco de agua que me quedaba en la cantimplora y, de casualidad, encontré un trozo de trapo roñoso metido en una grieta para vendarla. – Qué gocha es la gente –pensé.
Entramos en el pueblo a trompicones, agotados, justo cuando empezaban a llamarnos.
Nos habíamos librado por los pelos.
Al llegar a su casa, Laura se desató el trapo y me lo devolvió mientras me daba un beso en la mejilla.
– Ya no me sangra. Gracias.
Quedé como un pasmarote mirando cómo entraba en casa y volví a la mía en una nube.
A la luz de la farola de mi calle, quise mirar de nuevo la tela que me había reportado aquel beso.
Era un trozo de un bolsillo. De un bolsillo tan grande como mi mochila del colegio. Estaba bordado con hilo de oro.