De levante a poniente

Un recorrido por la provincia de este a oeste, de Caín a Candín, siguiendo la senda de los pantanos que estropearon los paisajes

Vicente de Barrio
25/07/2022
 Actualizado a 25/07/2022
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Se trata de recorrer la provincia de este a oeste; o al revés, tampoco hay que ser quisquilloso. Uno elige hacerlo de levante a poniente por el prurito de convertirse, en el siglo XXI, en un caminante jacobeo del siglo XI. Además, todos los invasores y todas las ideas, las buenas y las malas, que nos han llegado a lo largo del tiempo, han seguido esta ruta. Nunca había sucedido al contrario, hasta hoy, por culpa de los yanquis, sus hamburguesas, sus estúpidas fiestas y sus armas apocalípticas.

El caso es que, después de mucho pensar, decido que no voy a andar. Haré la ruta, sí, pero en coche, porque resulta mucho más cómodo y, sobre todo, mucho más rápido. Y siguiendo los consejos del mejor escritor de libros de viajes del siglo XX español, Camilo José Cela y Trulock, lo haré de paquete, dejando conducir el vehículo a una señora de buen ver y mejor estar, amable y servicial.

El asunto, en fin, es que recorreré la provincia, de Caín a Candín, por su extremo norte, siguiendo la senda de los pantanos que estropearon los paisajes y la forma de vida ancestral de sus habitantes. Durante todo el camino, me acompañarán miles y miles de hayas, de robles, algunos pinos, escobas, hilagas, urces y toda suerte de vegetación exuberante y libre.

Valdeón, con sus picos que llegan hasta el cielo, con su leyenda de cuna de la Reconquista, que nació en la ermita de la Corona, con sus elaboradas trampas para cazar a los lobos, enemigos históricos de los hombres, con sus bares y restaurantes de postín, nos despide en una mañana limpia y luminosa, sin una mala señal en el cielo. Subimos Panderrueda a buen paso, admirando, por primera vez, a las hayas que conquistaron sus laderas hace cientos de años. Siguiendo la cola del pantano de Riaño, cogemos la carretera que nos llevará al puerto de Tarna, pasando por Burón, el nuevo, porque al antiguo lo comió el pantano. El viejo Burón era un pueblo de casonas de piedra señoriales, cuna de alguna de las fortunas más grandes de la España de antes de la guerra. Los Allende eran dueños de media Vizcaya, además de políticos y mecenas. En Lario, paramos a tomar un café en el bar de la salida del pueblo, justo enfrente de una casa maravillosa, con el corredor de madera más molón de toda la comarca. Justo después, entramos en el valle del Riosol. Poniéndome un poco cursi, os diré que fue aquí y en ningún otro lugar donde Dios descansó después de montar el estaribel del mundo. ¿Por qué aquí y no en Vegas, por ejemplo? ¡Hombre!, no hay que ser un genio para darse cuenta que este valle es, seguramente, el más hermoso y rico de la provincia, de la comunidad autónoma, de España, de Europa y del mundo mundial. Aquí, cogiendo un camino a la derecha de la carretera, nace el Esla, el río que creó León, Asturias y a España. Se llega al nacimiento después de un paseo de quince minutos, algo muy llevadero, y te das cuenta desde ya de que este río hará grandes cosas antes de desembocar en el Duero. Antes de hacer cumbre, de llegar a Tarna, hemos encontrado cientos de vacas y de caballos que andan más libres que la burra del guarda andando por la carretera, lamiendo los restos de la sal que echan para luchar contra la nieve y el hielo del invierno. Subimos, entonces, por el desvío que nos aleja de Asturias para subir el puerto de las Señales, ese que tiene la inmensa suerte de tener como compañero, durante toda la bajada, al Pinar de Lillo, algo digno de verse. Aquí nace el Porma, otro río mítico de la provincia. En un momento llegamos a Cofiñal y a Puebla de Lillo, pueblo con torre defensiva grande y sólida. Comemos en el Madrid, la referencia gastronómica de la montaña, muy buenamente y decidimos bajar hasta Boñar para hacer noche, guiados por el segundo pantano que nos encontramos, el de Vegamián. Boñar, la villa más guapa; Boñar, cuyos mercados de los lunes congregaban a una multitud que acudían de toda la montaña y de la ribera. Boñar, con sus bares llenos de gente, con sus personajes míticos, (Tranquilo, El Costillas, Cuatro Orejas, Blas, su hijo José, el Cordobín...), con su negrillón y su maragato, (¿qué coño pinta un maragato en la torre de la iglesia?). Después de tomar unas cervezas y de cenar lo que nos dieron, dormimos en el Nisi, sito en el camino de la estación. Bien de mañana, continuamos el viaje para llegar hasta La Vecilla, antiguo partido judicial, hoy casi abandonado de gente y de vida, y subimos por la carretera de Vegarada, pasando por las increíbles hoces de Valdeteja, dónde el Curueño horadó la montaña como si fuese mantequilla. Desde Valdeteja, se trata de llegar al Torío, subiendo la Collada del mismo nombre. En la cima, paramos a observar el espectáculo del paisaje. Todo parece nuevo, hecho ayer: Las peñas, los pájaros, los verdes prados... Nos dio pereza continuar, pero lo hicimos para llegar a la carretera del Torío y subir hasta Cármenes. Después de un café rápido, nos tocaba subir otra Collada, la de Cármenes, para llegar al Bernesga. Ya en Villamanín, pueblo leonés donde los haya pero con Asturias como referencia, comimos como trogloditas en donde Ezequiel. Después de una breve siesta en el coche, seguimos hasta Rodiezmo, el pueblo al que acuden los socialistas a correrse una juerga del copón con la excusa de inaugurar el curso político al terminar el verano. De allí, hasta Casares de Arbas, viendo un ‘pantanín’ que los años escasos de lluvia casi desaparece. La vegetación, el ecosistema, cambia completamente: menos árboles, menos arbustos, pero la misma cantidad de vacas y de caballos. Casi perdidos, (y sin casi), por fin llegamos al tercer pantano, el de Luna. Se trata de subir hasta Villablino atravesando toda la comarca de Babia, allí donde los Reyes de León acudían a pasar las vacaciones, atracarse de asados, de vino áspero y bravío y de dormir por la noche al lado de una moza fermosa, (cada día una distinta, como el Rey desquiciado de ‘Las mil y una noches’), que les calentaba los pies y lo demás. No podíamos dejar de visitar los lagos de la zona y el nacimiento del otro río totémico de la provincia: el Sil. La caminata es un polvo, pero un polvo cojonudo, aunque merece mucho la pena. Todos los pueblos de la zona, incluido Villablino, se están quedando vacíos. La gente ha huido porque lo que garantizaba su sustento, (las minas, el ganado), están dejados de la mano de Dios. O de la Unión Europea, que es mucho peor. Uno, no se cansará jamás de ir a Babia y a Laciana. Es tan increíble lo que ves, lo que sale a tu encuentro en cada curva del camino, que crees que después no habrá nada, que estamos en el fin del mundo y del tiempo. Y sus gentes son amables, generosas, humildes. No se parecen en casi nada a los necios que vivimos más abajo, lo que es una suerte, sobre todo para ellos.



Seguimos el Sil, que es una magnífica idea. En Cuevas, paramos para subir a las brañas de ‘La Seita’ y de ‘Zarameo’. Si no tenéis la suerte de ir a Perú para ver el Machupichu, no dejéis de acudir a ‘Zarameo’ para engañar a todos vuestros amigos enseñándoles las fotos que saquéis. Pensarán que estáis donde los Incas, sin dudarlo, y fardaréis de haber recorrido más mundo que el Capitán Tan sin salir de León. Pocos sitios tan hermosos y llenos de paz como estos encontraréis en el ancho mundo; y, aquí sí, la naturaleza vuelve a desbordarse: escobas que parecen árboles, árboles que parecen edificios, arroyos que parecen ríos... La chófer, que no está acostumbrada a estas caminatas, llegó muerta al coche, por lo que tuve que conducir yo, y, por desgracia, no hay color. De Cuevas a Ponferrada tardamos más de hora y media, cuando, normalmente, se tarda la mitad. Antes de llegar a la ciudad, nos quedaba por ver el último pantano: el de Bárcena, que, siendo casi tan grande como el del Porma, no tiene ni la mitad de fama. Al lado, muy cerca, está el monasterio de San Miguel de las Dueñas, muy hermoso, grande y que alberga, todavía, una clausura. Tuvimos suerte, ¡gracias a Dios!, y había sitio en su exigua hospedería, con lo que cenamos y dormimos en ella, muy cerca del Altísimo y, muy cerca también, de entender mejor sus designios. Temprano, por la mañana, iniciamos el último tramo del viaje. La mejor manera de ir a Candín, en los Ancares leoneses, cree uno, es hacerlo desde Villafranca, la antigua capital de la Provincia del Bierzo. Este pueblo merecería una página de explicaciones para él solo; pero no es el caso, por lo que una vez visitado el Castillo y la ermita de Santiago, nos dirigimos por la carretera de Puente de Rey hasta la ermita de Fombasalla, lugar de romería de los pueblos de la comarca, para llegar a Campo del Agua y, por fin, después de un breve paseo, a Candín. El campo, los montes, los árboles están espléndidos, con un verde tan intenso que hace daño a los ojos, como si quisieran despedirse de nosotros de la misma manera que nos dieron la bienvenida, allá en Valdeón: dejándonos asombrados de la fuerza que tienen en esta provincia olvidada por todos, abandonada por todos.

Los hombres nacen y mueren y mientras viven hacen, las más de las veces, el mal. La naturaleza, en cambio, está siempre ahí, esperando servirnos sin pedir nada a cambio, sólo respeto.
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