León Apocalíptico (IV): Escatológica ruta de tapas

Contraportada a cargo de Miguel Martínez Panero, que pone el texto a la imagen de J.J. Rodríguez en el 'Retablo de fotógrafos' que aparece en las últimas páginas de La Nueva Crónica este verano

J.J. Rodríguez
26/07/2018
 Actualizado a 19/09/2019
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A las once el Rastro estaba ya visto, así que subimos por las escaleras de Papalaguinda a la Avenida de la Facultad y, por la trasera del Albéitar, nos metimos en el Barrio Italiano. Era pronto para el tapeo y sólo nos pudieron servir unos restos duros de bollería. No habíamos desayunado por la resaca, así que lo embaulamos todo, y fue dulce en nuestra boca pero amargo en nuestras entrañas.

En bares sucesivos, la misma imprevisión: una roñosa ensaladilla rusa, bravas recicladas, albóndigas cuadradas y unas jijas pringosas, seguramente del día anterior. Venga, para dentro.

Sobre las doce, en un soportal donde fuimos a desaguar, nos topamos con una ramera que bebía champán de una copa. Chapurreó con lengua de trapo, pero no le hicimos ni caso, y entonces la prostituta echó por su boca toda clase de abominaciones. Tuvimos allí las primeras bajas en nuestro grupo. Fuimos el resto a la Pícara y allí picoteamos con saña gambas con gabardina, mejillones en su valva, pinchos de cazón, calamares y pulpo. Estábamos en plena vorágine: apenas trasegábamos vinos ni cortos, únicamente ya de lo sólido.

De momento resistíamos, émulos del protagonista de la ‘Leyenda del Indomable’. Pensándolo mejor, éste se puso un límite de cincuenta huevos duros. Nosotros no teníamos fondo. Éramos como los protagonistas de la ‘Grande Bouffe’, o el pantagruélico tragón de ‘El Sentido de la Vida’ de los Monty Python.

En el Burgo se nos aparecieron cuatro jóvenes bellísimas: parecían ángeles con sexo. Vestían vaporosas y reían como si el todo mundo fuera su ‘pandi’. Nosotros estábamos tan idos que las dimos de lado ante una remesa de champiñones, sandwiches vegetales, pimientos de Padrón y sopas de ajo en cuencos de barro.

Salimos después a Ordoño y, tras cruzar Santo Domingo, nos dirigimos por la Calle Ancha al Húmedo. Como a las dos llegamos a la Plaza de San Martín. Aquello era el día del Juicio Final. Masas ingentes afluían desde las callejuelas y nos rodeaban como plagas, sin dejarnos rebullir. A base de codos cogimos raciones de morcilla de la tierra, oreja pimentonada, callos de cuatro estómagos y casquería de todo tipo. Muchos de los nuestros habían quedado allí con sus familias y amigos, y no los vimos más. Ya pasadas las tres derivamos unos pocos hacia el Barrio Romántico. En Sierra Pambley tuvimos bronca con cuatro moteros, y uno muy pálido, jinete de una Harley, nos miró atravesado. Nos los quitamos de encima y fuimos al bureo: pinchos de tortilla deconstruída, croquetas de diseño y trampantojos que ya ni recuerdo… como si no hubiera un mañana.

No sé cómo llegué al barrio de Eras. Sólo seguía yo, o lo que quedaba de mí. Traspuesto y tumbado en el suelo, vi un cielo nuevo y una tierra nueva.
Me incorporé como pude y, ciñendo la blanca cintura de un abedul mientras descomía, maldije el cupón de bebidas con tapas gratis por un día que le había tocado por sorteo a nuestra peña dentro de los fastos de León Gastronómico.
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