León apocalíptico (VIII): Crónicas del subsuelo

Contraportada a cargo de Antonio Toribios que pone el texto a la imagen de J.J. Rodríguez en el 'Retablo de fotógrafos' que aparece en las últimas páginas de La Nueva Crónica este verano

J.J. Rodríguez
23/08/2018
 Actualizado a 19/09/2019
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Trabajar en un archivo tiene algo de religioso y de mistérico. Convivir con miles de legajos agazapados en sus rodantes ataúdes de metal, hace que uno se deje poco a poco invadir por el silencio sagrado de las criptas.

Cuando empecé a trabajar aquí era joven, y a la poca edad le incomoda la quietud. Pero con el discurrir de las calendas me he ido adaptando hasta casi ser uno con el mensaje callado de los informes, el papel timbrado y los pliegos de descargo.

Aquí abajo todo transcurre ajeno al tiempo, fuera del siglo, que se decía en los claustros monacales. Sobre todo desde los últimos sucesos, esos que me hacen permanecer al abrigo de estos muros desde hace tanto que ya casi he perdido la cuenta.

Dicen que fuera todo es desolación, que la gente camina entre escombros y que el nivel de radiación es superior en mucho a los estándares considerados tolerables. Yo por si acaso permanezco recluido. De hecho ya antes pasaba aquí las noches, pues nadie me espera en casa desde que mi mujer me dejó por un androide.
Subsistí unas semanas con el contenido de las máquinas de aperitivos, obviando que su alto contenido en sal hace desaconsejable su uso prolongado. Algunos compañeros me traen sobras a veces y están luego las ratas, que no faltan por estos corredores, bien alimentadas por el papel en descomposición y la grasa de los cadáveres.

Llevo peor la carencia de lecturas, pues las nuevas autoridades persiguen todo texto que no contenga proclamas o instrucciones. Para paliarlo he empezado a leer los formularios. Voy por la C de las ayudas a criadores de vacas nodrizas: «Cordero Tierno, Amable; Cortijo Lozano, Felicísimo…». Lo simultáneo con unos volúmenes amarillentos sobre la incidencia económica y social de la plaga del topillo en la provincia. La falta de luz eléctrica la suplo con velones que me han traído de una iglesia cercana.

A veces baja aún alguien a buscar un expediente. El último tenía ojeras pronunciadas y el cutis verdoso. Parece ser que el trabajo burocrático sigue su curso, a costa de haber vuelto a la pluma y al papel de antaño. La tinta se fabrica con una mezcla de carbonilla y gelatina.

Tengo la esperanza puesta en el futuro. Poco a poco, el sol emergerá triunfante de la nube de gases tóxicosque nos circunda. Podremos empezar de cero y volver a iniciar la carrera hacia ese progreso sin fin que tanto bien procura.
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