Las huellas de la vid
Aún huele a vino y a olvido la cuba con la que se abría el segundo capítulo de la vendimia. El primero lo protagonizaban los cestos con las mulas y las vacas y los del pueblo, la gran familia que se juntaba para arañar las uvas a las vides. Agachados, navaja en mano, los vendimiadores soportaban las madrugadas de septiembre con su cadencia, a sabiendas que el trabajo llevaría a la comida. Esa que la dueña de la viña traería en una cesta colocada mágicamente en la cabeza. Cocido, vino y roscón premiaban la recolecta, tal vez el néctar que había salido de las mismas vides el año anterior. Y el madrugón negociaba siesta, bajo la cepa más lucida, la sombreada, esa que se disputaban los vendimiadores veteranos, porque los de nueva hornada quedaban sentenciados al sol. De la viña a la bodega, donde la uva esperaba pies o prensa para convertirse en líquido con huella. Los días de trabajo arduo acababan en paciencia obligada dentro del sosiego del cubeto. Allí huele aún a vino viejo, a cultura, a pasado y, ahora, también a futuro.