En esta tierra ya he gozado de varios anticipos de ese paraíso ideal. Casi todos eran nocturnos y tenían nombre de ciudad o de canción: Santa Bárbara, Piper (sic), Canterbury, Formentera, Berlín, Montecarlo, Layla...
La fauna que habitaba en esos paraísos artificiales era tan pintoresca como sus nombres. Recuerdo a un tipo solitario que se sentaba siempre en la misma esquina de la barra (si estaba ocupada se iba), bebía solo, nunca hablaba con nadie y no movía un músculo de la cara; era un chico bien parecido y bien vestido pero tenía una mirada inquietante que nos hacía temer que fuese un psicópata de esos que un día llega con la recortada y se carga a medio bar o, peor aún, que fuese un topo de la SGAE camuflado. Todo lo contrario que aquel otro que se pasaba la noche de una esquina a otra del pub sin dejar de hablar... con su amigo invisible. Todavía hoy me pregunto si de verdad estaba pasado de rosca o, como me dijo alguien, representaba ese papel para cobrar una pensión de invalidez.
Pero el personaje más original era C, una chica menudita, no especialmente guapa pero siempre muy arreglada (en su peculiar estilo). Su especialidad era engatusar a hombres maduros, tipo viajante de comercio, para beber de gorra toda la noche. En una ocasión, el tío con el que la habíamos visto la noche anterior entró al pub hecho una furia y preguntando por «esa cabrona». Por lo visto, se habían enrollado y él le dijo que estaba casado cuando ya era demasiado tarde, así que ella, en venganza, le había dejado la espalda como si se hubieran peleado siete gatos callejeros. A él no lo volvimos a ver, ella apareció la noche siguiente especialmente arreglada y con una socarrona sonrisa triunfal.