Esta es una historia que me dejó un regusto amargo. Una noche de invierno sin más soles que los focos del Bistrot Santa Bárbara, mi amigo J, ‘El abuelo’, me contó su experiencia en una empresa conservera de bacalao en Islandia, el país del sol de medianoche. Ese es un fenómeno que sucede en verano, mientras que durante la temporada de bacalao, en pleno invierno, apenas tienen cuatro horas de luz. A J aún nadie le llamaba ‘abuelo’; era joven, necesitaba dinero y le sobraban fuerzas y arrojo para embarcarse en una aventura tan extrema: «Trabajábamos como animales seis días a la semana en los que no veíamos el sol» –empezó a contarme entre copa y copa–. «Los sábados por la noche nos reuníamos en pisos, cada vez en uno diferente y con gente desconocida, cada uno llevaba su propia botella, nos malentendíamos por señas y, cuando ya estábamos suficientemente borrachos, nos enrollábamos con quien estuviera al lado sin preguntar ni el nombre y sin quedar para ningún otro sábado».
Según iban avanzando la noche, el relato y las rondas, «El abuelo» cabeceaba más, se aferraba a la barra como un náufrago a un tablón y murmuraba entre dientes en un idioma ininteligible. También iba en aumento mi preocupación por el equilibrio mental de mi amigo; cuando entramos en el bar parecía que iba a ser un día más, una noche más de risas con amigos y buena música, pero aquella noche estábamos los dos solos, la música era melancólica y J estaba de un humor lúgubre como nunca le había visto.
Fuimos los últimos en abandonar el pub. Para mi alivio, los rayos de un tibio sol barrían ya el empedrado de la calle Compañía. Dejé al ‘abuelo’ orientado hacia su casa, subía la cuesta dando bandazos («Mirad ahí va, mirad ahí va/ el que en tierra firme no sabe andar» cantaba Patxi Andión), y yo me dirigí hacia la churrería del Toscano: necesitaba unos tragos de orujo para acabar de emborracharme y poder olvidar esa noche sin sol.
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