Aunque no soy hipocondríaco ni paranoide, confieso que iba con cierta aprensión por culpa de las contradictorias informaciones sobre la eficacia y los efectos secundarios de una u otra vacuna y, encima, por la combinación experimental de dos de ellas como si fuéramos cobayas. La imagen del rebaño que se formaba en mi cabeza ya se parecía a la de los niños convertidos en burros de Pinocho, el más angustioso de todos los cuentos de brujas y monstruos de mi infancia.
Nada más alejado de la realidad: fuera del Palacio de Congresos (¡eso sí que son dos desageraciones!) la cola era corta y se movía a tal velocidad que parecía que regalasen billetes para un viaje del Imserso a Benidorm. Dentro, cinco carpas y una legión de auxiliares, médicas y enfermeras (lo eran el 99%), todas ellas eficaces y amables. Tanto que no pude menos de hacer una broma y pedir la vacuna Johnny Walker. «Lo siento» -me contestó al toque la médica- «de esa no nos queda porque son demasiadas dosis». Touché. Pasé dentro de la carpa y tardé más en descubrir el brazo que la enfermera en ponerme la inyección, de la que no me enteré ni del pinchazo, tuvo que decirme ella que podía ir a sentarme quince minutos como precaución.
Y ese fue el peor rato de toda la mañana. No porque me subiera la fiebre o viese burros volando, al contrario, me encontraba tan bien que me dediqué a mirar alrededor, a las personas de mi quinta que antes estaban en la cola conmigo y ahora ocupaban las sillas cercanas. Y entonces me acordé del comentario de un compañero de pupitre cuando le enseñé la foto de una reunión de antiguos alumnos: «¿Pero yo he estudiado con esos señores?».