No está de moda pasar por el altar, vicaría o Casa de la Poridad, que también diría don Victoriano. No, y menos en estos tiempos de nuestros cóleras. Bien podría la imagen valer para ilustrar aquellos amores de Renzo y Lucía, I promessi sposi con quienes glorió Manzoni en románticas letras los días de Lombardía atacada por los imperios y la peste. Malditos males que obligan a cubrir las sonrisas. A estos les vas a decir tú que oculten su alegría, a ellos, que tienen en sus manos más poder que todos los magnates del dólar y los ‘coines’ que sean, fantasmas de garbeo en sus cohetes hacia los espacios, mientras sobre la luna misma esta pareja hace el Camino.
Sí es verdad que las cosas cambian, que incluso ya no hay –vaya usted a saber si será por las ordenanzas contra las palomas– ambruciadas, ni siquiera ecológicas, de arroz de Valencia o garbanzos de la tierra: ahora, como si fuera una modernidad (no sabrán que ya en Pompeya se pintaban por las paredes antes de arramarse el Vesubio), se lanza un confeti presuntamente provocador, y no es difícil entender que diga el sacristán que hasta la misma está de que le llenen de pollas las puertas de la Catedral. Anótenlo como quieran las estadísticas, que no son sino mentira matemática, pero, si hay que creer en alguna verdad, nos sigue valiendo la que cantó Chabuca: "Yo sé que se estilan/ tus ojazos y mi orgullo,/ cuando voy de tu brazo,/ bajo el sol y sin apuro".
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