Apenas se hubo marchado el maestro salté al escritorio y me tendí en medio de los escritos, lo que me produjo un indescriptible bienestar. Hábilmente abrí con la pata un libro lo bastante grueso que había ante mí, y probé a ver si me era posible entender los signos que había en él. Sin duda al principio no lo logré, pero no me rendí, sino que me quedé mirando fijamente el libro, esperando que un espíritu especial viniera hacia mí y me enseñara a leer. Así de ensimismado me sorprendió el maestro. Con un sonoro «¡Mira esa maldita bestia!» saltó sobre mí. Era demasiado tarde para salvarme, bajé las orejas, me agaché todo lo que pude y ya sentía la vara sobre mi lomo. Pero, con la mano ya levantada, el maestro se detuvo de pronto, soltó una carcajada y exclamó:
–Gato... gato, ¿estás leyendo? Bueno, eso no puedo, no quiero vedártelo. Mira por donde tienes un instinto que te lleva hacia la educación.
Me quitó el libro de debajo de las patas, le echó un vistazo y rió aún más fuerte que antes.
–Tengo que decir –dijo entonces– que estoy por creer que te has procurado una pequeña biblioteca. Bien, lee... estudia con celo, gato mío, puedes marcar con suaves arañazos los pasajes más importantes del libro, ¡te lo concedo!
Con estas palabras, volvió a meter el libro abierto debajo de mí. Era, según supe después, el Knigge, sobre el trato con los hombres, y he sacado mucha mundología de ese libro. Está escrito como para mí, y es en extremo adecuado para gatos que quieran llegar a algo en la sociedad humana.
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