Llamaba la escena a entonar Églogas de Garcilaso ("corrientes aguas puras, cristalinas, árboles que os estáis mirando en ellas…"), pero mejor dejarlo ahí, sin desafinos de pardal y mirarte desde lejos, soñándote Galatea, con esta miopía tras el monóculo del ‘tele’ que me hacía a mí torpe, muy torpe, indiscreto Polifemo. Y aunque me sentí tan cerca de lo cantado por Berceo ("Nunqua trobé en sieglo logar tan deleitoso,/ nin sombra tan temprada nin olor tan sabroso"), ni se me ocurrió seguir por la vereda de la su estrofa ("descargué mi ropiella por yazer más viçioso,/ poséme a la sombra de un árbor fermoso"), que, a pesar de las remembranzas bucólicas, no están los tiempos ni sus señorías para presuntos malentendidos.
Sí me hubiera gustado ‘desnudarme’ de esta modorra cazurra que nos aparta más que guarda de cuantos tenemos cerca, de los que andan nuestras sendas, y contarte, por ejemplo, que no sé si sabes que este estrecho cauce viene de donde Julio, el de Vegamián, miraba el agua de distintas formas, que de aquellos pantanos vienen estas friuras que ya no invitan a revivir tardes de pocas vergüenzas y muchas risas. Y te habría hablado de esta ‘Mesopotamia leonesa’, de la nuestra tierra entre los ríos, que, aunque sea de adentro (o quizás por eso), es, a la nuestra manera, isla como con las que el bendito Mario Tomé ensanchó Utopía. Pero se nos hacía tarde el río.
Otras contraportadas de Antonio Barreñada:
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- Cuanto más conozco a perla