Llenaba la calle la queja del mendigo echado en la acera, su cantinela en portugués era un llanto inteligible, suplicaba exigiendo, atemorizando. Su quejido hería a cuantos pasaban ante él, era una música dura, difícil de soportar; y, de pronto, bajaba la queja unos tonos y ya no había desgarro, porque caía la voz al interior de la boca, se comía su llanto. Era como la voz de la guitarra que alambra un fado.
Hay también colores de la alegría urbana, sigue habiendo heladerías.
Salí una mañana de fiesta y vi colgada de una ventana una sábana inmensa. Tendida en la fachada de aquella casa pobre las dimensiones de la sábana eran incongruentes: no era posible imaginar en su interior una cama capaz de contenerla. Significaba una señal puramente festiva, un lienzo que mostraba al sol toda la interioridad de la casa. Pero la imagen me alarmó, por su extrañeza.
En la explanada de la fiesta, unas máquinas de juegos que no conocía. Todas tenían colgado el mismo cartel: PROHIBIDO DAR PATADAS.
Se duerme a lo tonto. (Oído a un anciano en un café).
Ildefonso Rodríguez
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