El muchacho corre, se aleja de su vida, de su familia, de sus incipientes fracasos, del correccional en el que ya está recluido. El paisaje borroso del fondo se va volviendo poético: madreselvas agarradas a los troncos de árboles con invernales ramas sin hojas, negros arroyuelos, la perspectiva de una acequia, un puente de barandillas blancas, un pozo mal tapado, una mansión solitaria, praderas, ganado estático que pace, vallados medio caídos y alguna señal de tráfico tumbada, tendales con ropa secándose al sol gris de las películas sin colores… Un mundo que parece súbitamente abandonado o a punto de ser habitado.

El director nos dice en el último segundo del film que la carrera, la huida, el paisaje, la horizontal del mar, siguen siendo un retrato, el fondo para una figura que no posa sino que escapa y que persigue un sueño; un retrato que nos interpela al fin, como lo hace nuestro reflejo en el espejo. La cara del niño está vacía, ha visto el mar y no sabe nada, queda fijamente esperando algo de nosotros. Es una secuencia de una gran belleza que está anidada, como tantas veces la belleza, de incertidumbre.
Me ha venido a la mente esta mítica secuencia ahora que se anuncia otra vez la vuelta a la normalidad. Seguimos corriendo también nosotros hacia ella como el niño Antoine Doinel hacia la playa, huyendo y buscando al mismo tiempo, queriendo evitar reeditar los errores pasados, escapando hacia adelante, mirándonos directamente a nosotros mismos en el último instante, esperando una respuesta con el rostro de la incertidumbre.