Huir hacia adelante

Una reflexión sobre la vuelta a la normalidad a partir de la maravillosa carrera de 'Los cuatrocientos golpes' de François Truffaut

Bruno Marcos
26/06/2021
 Actualizado a 26/06/2021
Rodaje del tramo final en la playa del largo travelling de la carrera de Jean Pierre Leaud en ‘Los cuatrocientos golpes’ de Truffaut.
Rodaje del tramo final en la playa del largo travelling de la carrera de Jean Pierre Leaud en ‘Los cuatrocientos golpes’ de Truffaut.
Al final de ‘Los cuatrocientos golpes’, la película de François Truffaut, el chico acorralado por las prematuras fatalidades de su vida azarosa y desatendida, en ese París en blanco y negro de finales de los años cincuenta, empieza a correr sin parar. No se sabe si quiere volver a casa o si huye solamente. Es un ‘travelling’ histórico, historia del cine, un desplazamiento de la cámara que sigue al protagonista a tiempo real, sin cortes, que da la sensación al espectador de que no va a terminar nunca, un plano secuencia en movimiento de más de tres minutos que deja sin aliento.

El muchacho corre, se aleja de su vida, de su familia, de sus incipientes fracasos, del correccional en el que ya está recluido. El paisaje borroso del fondo se va volviendo poético: madreselvas agarradas a los troncos de árboles con invernales ramas sin hojas, negros arroyuelos, la perspectiva de una acequia, un puente de barandillas blancas, un pozo mal tapado, una mansión solitaria, praderas, ganado estático que pace, vallados medio caídos y alguna señal de tráfico tumbada, tendales con ropa secándose al sol gris de las películas sin colores… Un mundo que parece súbitamente abandonado o a punto de ser habitado.

Únicamente se escucha el sonido ambiente: su respiración y sus pisadas y el canto de los pájaros. Termina en la playa. Corre hacia el mar, hacia una ola. Dos grúas y dos barcos quietos y la franja de agua hasta el horizonte. Empieza a dar pasos más cortos por cansancio y por la impresión de ver la inmensidad por vez primera y, en los momentos finales, Truffaut hace una cosa rara e imprevista: el chiquillo se vuelve hacia la cámara y se congela la imagen mientras nos mira tras un rápido zoom de acercamiento al rostro del aún niño Antoine Doinel, que queda paralizado en nuestras retinas.

El director nos dice en el último segundo del film que la carrera, la huida, el paisaje, la horizontal del mar, siguen siendo un retrato, el fondo para una figura que no posa sino que escapa y que persigue un sueño; un retrato que nos interpela al fin, como lo hace nuestro reflejo en el espejo. La cara del niño está vacía, ha visto el mar y no sabe nada, queda fijamente esperando algo de nosotros. Es una secuencia de una gran belleza que está anidada, como tantas veces la belleza, de incertidumbre.

Me ha venido a la mente esta mítica secuencia ahora que se anuncia otra vez la vuelta a la normalidad. Seguimos corriendo también nosotros hacia ella como el niño Antoine Doinel hacia la playa, huyendo y buscando al mismo tiempo, queriendo evitar reeditar los errores pasados, escapando hacia adelante, mirándonos directamente a nosotros mismos en el último instante, esperando una respuesta con el rostro de la incertidumbre.
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