Ese recuerdo, el de la vida de los otros, es la premisa de la novela debut de Óscar García Sierra (León, 1994), una colección de rumores clásicos de lugar chico que el narrador teje y desteje a su antojo como una gran tela de araña en la que él, casi sin darse cuenta, se convierte en la mosca.
“Quería hablar de la mentira como motor narrativo”, cuenta el leonés en una entrevista con La Nueva Crónica, “el libro nace de un puñado de fragmentos de otras historias que tenía sueltas, algunas verídicas, otras inventadas, y párrafos sueltos de descripciones, anotaciones, ideas… Para unirlas se me ocurrió utilizar el mecanismo que las mentiras y las fábulas”, explica. Por eso, su narrador encarna la tradicional figura del cuentacuentos, un trovador adaptado al momento actual cuya premisa es la misma que hay bajo todos los relatos: la seducción del receptor. En este caso, una mujer.
El escenario es un episodio habitual de la noche madrileña: una fiesta en un piso de Malasaña rebosante de amigos y conocidos que beben, fuman, bailan y se drogan en el salón. Mientras tanto, en un rincón, chico conoce a chica y comienza a contarle anécdotas de su pueblo, en la cuenca minera leonesa. “Escogí Madrid como podía haber escogido cualquier otra ciudad”, apunta García, que vive en la capital, “Quería hablar de la distancia, de la contraposición entre la ciudad grande y la aldea pequeña”, comenta.
La narración, entonces, oscila entre un lugar sin nombre aledaño a León -que se parece mucho a La Robla- y el suelo de la cocina donde ambos están sentados cada vez que ella, Aguedita, interrumpe con preguntas el relato que la tiene absorta. Así, Aguedita y el lector son transportados a un espacio liminal donde los personajes no se llaman Julio, Juan o Lucía sino ‘La hija del de los piensos’, ‘El hijo de la farmacéutica’ o ‘El último minero’. Motes que se repiten como nombres propios.
“La primera vez que lo leyeron, mis amigos me preguntaron, ¿realmente vas a poner La hija del de los piensos en cada frase?”, ríe, “pero yo tenía claro que quería despersonalizar a los sujetos. Sobre todo, porque creo que poner un artículo delante de cualquier cosa o generar un apodo es un lugar común de los pueblos”, argumenta el también filólogo para decir que le gustaba la cadencia que generaban como mecanismo narrativo.
Algo similar ocurre con el entorno físico que, a pesar de contar con una geografía clara e identificable, se resiste a ser nombrado. “Por supuesto que está basado en La Robla, al menos lo de la central”, confirma García tras explicar que el pueblo no existe como tal, sino que es una mezcolanza de rasgos de distintos municipios colindantes. “Podría generalizarse a Villablino o cualquier localidad leonesa con esas características”, asegura. La idea era esbozar el retrato de una región, la suya.
La decadencia de los no-lugares


“Era una cuestión que tenía claro que quería tratar mucho antes de haber decidido cuál sería la trama”, asegura, “cuando era más pequeño y volvía al pueblo en verano o navidades siempre había más gente que los estaba tomando. Eso o las pastillas para dormir”, añade. “Es algo que está ahí y cada vez se va naturalizando más, aunque la vergüenza y el miedo al qué dirán no se va del todo”, prosigue.
El cambiar de nombre al medicamento viene, como ya parece ser un rasgo de estilo, por una cuestión léxica. Se trata de un entorno industrial, por tanto, el vocabulario va a juego. “Mi padre es camionero y cuando era pequeño transportaba ladrillos, así que me parecía muy poético”, completa mientras se defiende, con guasa, asegurando que el término no es de cosecha propia. “No debe ser muy popular porque no he visto a nadie que lo conociera, pero en foros de internet sí que está”, declara entre risas.
Esos ladrillos que abrillantan miradas y ojeras tienen muchas causas, la más común es la de la frustración de expectativas sobre temas corrientes. Uno de ellos es el mito de los estudios como ascensor social. En aquel pueblo sin nombre, los padres que no han podido estudiar quieren evitar que los hijos queden atorados en ‘trabajos de mierda’ y se vayan a la universidad como si esta fuera un pasaporte a otra vida. “Los míos no, pero los padres de algunos amigos sí tienen estudios, aunque no llegan ni a la mitad los que han ido”, reflexiona García.
Por eso, quizá, su narrador sea un mal estudiante desencantado que, para ahuyentar sus miedos, decide contarse una historia. Una suerte de teléfono escacharrado cuyo punto de partida no se desvelará del todo hasta las últimas páginas. Mientras tanto, el lector deberá dejarse llevar y creer en aquello de que por el mar corren las liebres y, por el monte, las sardinas.