La primera reacción humana a las terribles pandemias ha sido habitualmente, el pánico. Un miedo súbito, extraordinario, que oscurece la razón. Al pánico sigue la huida, como consecuencia inevitable. En medio del pánico, sin embargo, siempre han existido hombres curiosos que han antepuesto la observación a su propio temor. A ellos, mediocres oscuros o famosos importantes, debemos los avances experimentados a través de la historia. Pero el hecho cierto es que, en todas las pandemias, este terror irracional ha hecho retroceder de forma momentánea en algún punto a las ciencias médicas y a la humanidad, por detrás de logros y de conocimientos ya establecidos previamente.
La segunda reacción, ya en medio de la catástrofe es la búsqueda de un culpable o varios. Para el hombre primitivo o para el moderno hay simultáneamente una culpabilidad, de manera que la epidemia es siempre un castigo.
Hace unos veinte mil años, en un tempestuoso atardecer, el hechicero Cromañón regresaba de un retiro de varios días en el monte, donde había estado recolectando yerbas mágicas, cuando le informaron que uno de los hombres del poblado había llegado enfermo de una larga jornada cinegética. Seguro de su poder curativo, se recubrió con su vestimenta de venado y fue a verlo. Apartó el cuero que tapaba la entrada de la caverna e iluminó al enfermo con su antorcha. De inmediato dio un respingo, retrocedió espantado, ordenó levantar el campamento y huir hacia un incierto fin en medio de la noche. En la pustulosa cara del enfermo había reconocido alguna peste (quizá viruela), cuya horrorosa imagen había recibido a través de los relatos sucesivos de su padre y de su abuelo, y sabía que la muerte era inevitable.
La primera gran pandemia se registró en el mundo antiguo en tiempos del emperador Justiniano, en el siglo VI d.C.; duró sesenta años y terminó mezclada con viruela. Aunque existen antiguas referencias de Tucídides, Hipócrates y de Cipriano (siglo III d.C.) que pudieran corresponder a esta patología.
Luego tenemos la celebérrima muerte negra, que asoló toda Europa entre 1347 y 1382, la peste bubónica, la peste negra, la peste por antonomasia, producida por la bacteria Yersinia pestis, que causó sucesivas pandemias, dejando los primeros registros más o menos confiables, capaces de ilustrar cómo se fueron dando los sucesivos pasos en el entendimiento y control de la situación, habiéndose iniciado, de acuerdo a la mayoría de las descripciones, en Catay (China). Desde allí pasó a Europa, donde sólo respetó a Islandia, no así, a Groenlandia, para extenderse luego a Arabia y Egipto.
Los médicos papales de la época, que hicieron muy buenas descripciones, estiman los muertos en 25 millones, lo que constituía por entonces un cuarto de la población total. Así se anota como se fue extinguiendo la peste y mejorando la sobrevida en los sucesivos rebrotes: en 1348: enferman 2/3 y no sobrevive ninguno. En 1361: enferma la mitad y sobreviven algunos. En 1371: enferma 1/10 y muchos mejoran. En 1382: enferma 1/20 y la mayoría cura. Aunque podemos decir que, pese a la diligencia y seriedad de estos médicos, es más agradable recordar al Decamerón de Boccaccio, que es más entretenido y regocijante, cuyo único aporte importante es dejar constancia que ya existía el concepto de aislamiento y una noción de contagio: basta mirar a un enfermo para contraer la peste, afirma Boccaccio.
Según el notable historiador Laín Entralgo, la peste negra tuvo tres consecuencias importantes, además de las políticas. 1. Una gran recesión en Europa, no sólo demográfica, sino económica. 2. Una exaltación de ciertas prácticas religiosas viciosas, como las procesiones de flagelantes, con un claro contenido social: la muerte nivela a ricos y a pobres. 3.Como contrapartida, otros vivieron una exaltación de los placeres mundanos, ante la fugacidad de la vida. Así en la primera jornada del Decamerón, «Pampinea solicita a sus jóvenes amigos que nadie traiga noticias que no sean alegres».
Avicena, el famoso médico del siglo XI, había reparado en que, antes del inicio de la peste, las ratas comenzaban a morir en las calles, pero ni él, ni nadie en muchos siglos encontró una explicación. Durante las primeras pandemias ya se había observado que el riesgo de enfermar aumentaba al aproximarse a los enfermos o, dicho de otra manera, que los enfermos trasmitían el mal. Nació así el concepto del contagio aéreo. Luego se observó que las ropas usadas por quienes habían fallecido también podían trasmitir la enfermedad. Estas observaciones fueron confirmadas ampliamente durante la peste negra, dada su duración y extensión, que permitieron hacer muchas constataciones. Las consecuencias fueron dos conceptos profilácticos: el aislamiento (huida) y el acordonamiento (cuarentena, protección de fronteras). Como sabemos la cuarentena, en medicina, es un término para describir el aislamiento de personas o animales durante un período de tiempo no específico como método para para evitar o limitar el riesgo de que se extienda una enfermedad. La palabra cuarentena proviene de quaranta giorni en italiano, que a su vez proviene de la palabra quadraginta en latín, que se traduce como cuatro veces diez, con origen religioso y que se empezó a usar con el sentido médico del término con el aislamiento de 40 días que se le hacía a las personas y bienes sospechosos de portar la peste bubónica durante la pandemia de Venecia en el siglo XIV.
Mucho más tarde, Daniel Defoe (1660-1731), autor conocido más que todo por su Robinson Crusoe, aporta otros antecedentes en El año de la peste, donde relata cómo Inglaterra, que hasta entonces se había escapado de la enfermedad por su insularidad, fue finalmente afectada por una gran pandemia en 1665. Algunos ingleses, imitando a los personajes de Bocaccio, pusieron agua por medio y se fueron a los buques anclados mar afuera, donde perecieron igual, pues llevaban la enfermedad con ellos. Defoe relata las crueles prácticas de aislamiento adoptadas, que condenaban a muerte a familias enteras, obligándolos a permanecer encerrados en sus casas junto a los moribundos, con guardias en las puertas delantera y trasera.
Históricamente, la cuarentena fue utilizada como un método drástico para contener la expansión de enfermedades contra las que la medicina no tenía recursos. Frente a la lepra, a la famosa peste bubónica, contra la fiebre amarilla, el cólera, el tifus o la llamada gripe española de 1918, era el último recurso en un mundo mucho más interconectado de lo que a menudo se cree, donde la propagación de enfermedades era en muchas ocasiones global.
A mediados del siglo XIX se avanzó en el estudio de los contagios y se dotó de base científica a la cuarentena. Conceptos como el periodo de incubación hicieron que se avanzara en la eficacia de estas medidas. En adelante, la cuarentena se generalizó como método para frenar la propagación de otras enfermedades infecciosas, aunque no resultó ser efectiva en todos los casos. Uno de estos ejemplos corresponde a unos años antes, al brote de fiebre amarilla de Filadelfia (EEUU), en 1793, que se cobró la vida de más de 4.000 personas, y ante la cual la cuarentena fue un fracaso porque se desconocía que el agente trasmisor eran los mosquitos.
Tal como ha señalado el historiador Duncan McLean, la histeria provocada por brotes epidémicos puede derivar en la estigmatización de poblaciones minoritarias, donde la cuarentena sirve como una herramienta de exclusión. «La enfermedad no es el único enemigo, sino también los seres humanos que están potencialmente infectados», explicaba. Las epidemias permitieron a algunas personas inteligentes observar que quienes habían sobrevivido a la enfermedad, no volvían a enfermar. La práctica de la variolización, esto es, la inoculación en la piel del contenido de una pústula de un enfermo, era ya milenaria en India cuando Mary Wortley Montagu (1689-1762) la popularizó en Europa. La visión genial de Jenner, en 1776, de que podía inmunizarse sin peligro reemplazando la pústula de viruela por una de vacuna, terminaría por imponerse, aunque él mismo prefirió variolizar a su hijo y no vacunarlo...
La llamada gripe española de 1918 mató, en solo un año, entre 40 y 100 millones de personas en el mundo. Para evitar su propagación, se implementaron intervenciones no farmacéuticas, como la promoción de una buena higiene personal, el aislamiento de afectados, la cuarentena y el cierre de lugares públicos. Si bien estos métodos ayudaron a contener la enfermedad en algunos casos, los costes sociales y económicos fueron muy elevados. Después de esta gran pandemia, a partir de los años 50, con el desarrollo de los antibióticos y vacunas, el uso de la cuarentena parecía convertirse en una cosa del pasado.
El siglo XXI nos ha traído nuevas amenazas epidémicas y, con ello, resurgieron muchos de los viejos métodos, aplicados en algunos casos con importantes desajustes. Cuando la epidemia de la neumonía asiática, el SRAS, se propagó en 2003, Canadá, el segundo país más afectado después de China, desplegó unas medidas que después de consideraron desproporcionadas. Con la expansión del ébola en 2014, en África occidental se hicieron esfuerzos de aislamiento, incluso intentando cerrar distritos enteros, cancelando vuelos internacionales y cortando el movimiento, lo que no sólo ralentizó la llegada de ayuda sino que también tuvo altos costes sociales y económicos.
Queda un problema sin resolver. ¿Cómo se generan las pandemias? No había sífilis en Europa antes del siglo XV, al menos no en forma masiva: se culpó a América. No había cólera antes de 1830: se culpó a India. Pero en India, de acuerdo a registros británicos muy serios, nunca «había habido enfermedad semejante». No había sida antes de 1981: se culpó a Haití y Africa.Entonces que ocurre ¿aparecen nuevas bacterias o se modifican las anteriores? ¿Vuelve el castigo divino? No, actualmente el problema no son las bacterias; son los virus y la recombinación de material genético los verdaderos problemas. Antes del inicio de la cuarentena en Wuhan, con el coronavirus ya expandido, cerca de cinco millones de personas huyeron de la ciudad por miedo.
Para terminar, reaparecen las escenas de terror con el coronavirus en los hospitales, donde no pueden atender a los enfermos. Los laboratorios tienen dificultades para trabajar con el virus, debido a las insuficientes condiciones de seguridad. Con el conocimiento adquirido a través de siglos de terror y de mortandad, hoy los pasos son más acelerados, pero las reacciones son las mismas, como lo ilustra el covid-19, que recuerda a todas las pestes: la muerte al azar (cólera), el temor y el rechazo (el perro rabioso), la segregación y la muerte en vida (lepra), el castigo a la vida licenciosa (la sífilis), la muerte inevitable, lenta y contagiosa (tuberculosis) y los hombres de iglesia, abriendo sus brazos sin temor al contagio, allí donde los médicos vacilan.
Sin embargo, de esta visión del pasado surge una visión optimista: siempre el hombre ha terminado por prevalecer frente a las más tremendas epidemias.
«Como colofón pedir a los ciudadanos que mantengan la calma, que se queden en casa, que se laven bien las manos, que mantengan una buena higiene respiratoria y que eviten los lugares concurridos. También deberían incrementar las medidas de servicios médicos para atender bien tanto a los enfermos como a los que crean estarlo».
El profesor José Manuel Martínez Rodríguez es Académico de Número de la Academia de Ciencias Veterinarias de Castilla y León
Las pandemias a través de la historia
Un recorrido por las reacciones humanas que se han dado ante crisis simulares a la del coronavirus que se han producido a lo largo de los siglos
13/04/2020
Actualizado a
13/04/2020
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