Dudas. Muchas dudas son las que me persiguen. Sé que actualmente no es tendencia dudar, pero aun así no puedo remediarlo. El asunto es de tal importancia, que me parece un craso error despacharlo rápidamente y no reflexionar concienzudamente sobre las diferentes aristas que nos ofrece la libertad de expresión en las redes sociales. La única certeza que tengo es que no es un tema baladí y que éste no debe resolverse con unos pocos caracteres.
Hace unos días Twitter suspendió, primero temporal y luego permanentemente, la cuenta de Donald Trump. La justificación esgrimida para realizar dicha acción fue por no cumplir las normas de funcionamiento de esta red social e incitar al odio. Esta decisión, como era de esperar, fue aplaudida por millones de usuarios y criticada por otros tantos. Pero lo verdaderamente importante sería saber cuántos de unos y otros han dedicado unos minutos de su tiempo a sopesar realmente lo que está en juego, dejando a un lado por un momento sus fobias o filias.
Vaya por delante que un servidor no va a ejercer en ningún caso de abogado defensor de Donald Trump. Insisto, de lo que estamos hablando trasciende mucho más allá de este personaje en sí. Simplemente lo traigo a esta columna porque ha sido el último caso con cierto pedigrí en el que una empresa privada, en este caso Twitter, decide dónde está el límite de la libertad de expresión. Pero no nos equivoquemos, no ha sido el único ni será el último. Mentiría si no reconocería que desde que sufrí en carnes propias la censura de mi libro ‘COVID-19-PERIODISTAS’ por parte de Amazon estoy muy sensibilizado con el tema que nos ocupa. ¿Estamos dispuestos a aceptar que empresas privadas sean las que, escudándose en la supuesta defensa de ciertas libertades y valores universales, decidan lo que puede o no decirse?
No seamos ingenuos. A Twitter, Facebook y compañía lo único que les importa es seguir aumentando el número de usuarios y las interacciones de estos, lo que se traduce en millones de datos, que luego venden al mejor postor para diseñar campañas de publicidad lo más efectivas e individualizadas posibles. Si realmente Twitter estuviera concienciado con la lucha contra el fomento del odio, debería bloquear millones de cuentas, cuyos usuarios sólo se dedican a escupir maldad y violencia. Pero claro, si hacen eso estarían quitando valor al producto que venden. Por lo tanto, es lícito pensar que su línea roja que marca el límite de la libertad de expresión es variable y móvil, lo que debería preocuparnos enormemente.
¿Qué parámetros utiliza por ejemplo Twitter para cuantificar los grados de odio de los mensajes y así decidir los que censura o no? ¿Influye también el número de seguidores que tiene cada cuenta? ¿Actúa de motu propio o solo previa denuncia? Y así se me ocurren decenas de preguntas que me temo, no tienen una respuesta nítida.
Insisto. No nos dejemos engañar. Independientemente de si la censura de una cuenta en una red social es acertada o no, debemos obligarnos a estar alertas y no olvidarnos del peligro que conlleva que ciertos entramados privados se autoproclamen los guardianes de la libertad de expresión. Nadie puede garantizarnos que sus acciones no estén influenciadas por intereses espurios. Deberían ser los gobiernos quienes ejercieran de vigilantes de que dicha libertad sea respetada, pero ahí nos enfrentamos a un problema añadido, ya que pueden ser los propios gobiernos quienes manipulen y corrompan a su antojo la esencia de la libertad de expresión. Por lo tanto, mantengamos alta la guardia, ya que la censura que hoy aplaudimos sin fisuras, mañana puede ser utilizada en nuestra contra para callar diversos mensajes que no interesan a ciertos poderes económicos o políticos.
Las redes de la libertad de expresión
14/01/2021
Actualizado a
14/01/2021
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