León apocalíptico (II): Distopía urbana

Contraportada de La Nueva Crónica a cargo de José Miguel López-Astilleros, uno de los integrantes del 'Retablo de fotógrafos' que aparece en las últimas páginas de La Nueva Crónica este verano

José Miguel López-Astilleros
12/07/2018
 Actualizado a 19/09/2019
botines-distopia-12-07-18.jpg
botines-distopia-12-07-18.jpg
Jamás imaginamos que tras caer los restos de un satélite militar en las inmediaciones de la ciudad, debido a la alarma y al descontento que causó en la población, las Fuerzas Revolucionarias del Progreso aprovecharían para hacerse con el poder del gobierno municipal. El miedo a las consecuencias de la radioactividad, inexistente por otra parte, bastó para que alcanzaran un apoyo multitudinario, aunque no suficiente para inaugurar un proyecto social tan innovador sin experiencia previa.

Con la ayuda de los militantes de pedanías y pueblos cercanos en los que ya gobernaban desde hacía décadas, lo pusieron en marcha. Legiones de ellos, pertrechados de herramientas para la construcción –según su propaganda–, llegaron por todos los accesos de la capital. A su paso por las calles fueron vitoreados por los vecinos, que agitaban banderines repartidos por la organización, triángulos en posición horizontal de color gris humo con el dibujo de un megalito prehistórico en su parte más ancha. Los pocos que escapamos a esta neurosis reactiva tardamos meses en identificarnos unos a otros. Tiempo que aprovecharon para comenzar a derribar todo edificio que superara los cinco metros de altura, especialmente aquellos que poseían connotaciones históricas y culturales, cuyos restos eran diseminados por las afueras. Las parcelas resultantes se adjudicaban entre los participantes nativos, que circundaban con vallas de estacas, dentro de cuyo perímetro construirían una choza como vivienda, roturarían la tierra para el huerto de subsistencia y criarían el ganado.

Cuando procedieron a demoler la biblioteca pública, el museo provincial y el auditorio, los allí escondidos huimos despavoridos. No tuvimos más remedio que ocultarnos en Casa Botines, el único edificio emblemático todavía en pie, aunque maltrecho, pues había sido desalojado de la techumbre. Rápidamente lo cubrimos con unas uralitas encontradas en el sótano para impedir que la lluvia invernal acabara con nuestro refugio, donde pensábamos organizar la resistencia contra las FRP.

A estas alturas ignoramos si conseguiremos detener siquiera su ruina con nuestros remiendos de cemento y yeso. Cada día que pasa observamos una grieta nueva en la estructura y la vegetación descontrolada asciende por los costados y la parte trasera. Las piquetas furibundas apenas cesan de horadar los cimientos día y noche. La desesperanza ha hecho mella en nosotros. Algunos comienzan a plantearse si la destrucción no es realmente revolucionaria.
Lo más leído