
Los indefensos, los locos cotidianos, los tontos que marchaban detrás de los desfiles, aquel que abrazaba a la gente por la calle sin motivo, los inquilinos del frenopático que le dibujaban semanalmente jeroglíficos para que los resolviera, la convivencia hospitalaria con un enfermo de cama a cama… Y los relatos con la franca sinceridad de los hechos, a salvo de maniqueísmos: El maestro republicano estrangulado en los baños del casino y al mismo tiempo el cadáver tiroteado con el rosario de católico metido en la boca; o aquel a quien querían matar los de los dos bandos, en la guerra fratricida nuestra, por ir a misa y por contratar a la vez obreros anarquistas…
Todo el libro se despliega como un gran documento de la vida en provincias durante una prolongadísima, gris y plomiza postguerra, llena de relatos orales.
Es Tomás Sánchez Santiago un escritor de las cosas pequeñas que se agigantan en sus letras. Su premio se lo dan a un amante de la literatura y de la vida, a dos, contando al editor del libro, el incombustible Héctor Escobar, con cuya energía se podrían cargar las baterías de docenas de escritores decaídos; pero sobre todo se lo dan –en un tiempo en el que se editan tantas tonterías– a la literatura misma.