Al fin y al cabo, una historia de amor

José Ignacio García comenta el libro de Pedro Ojeda Escudero 'La metáfora del mirlo'

José Ignacio García
28/11/2020
 Actualizado a 28/11/2020
El autor Pedro Ojeda Escudero.
El autor Pedro Ojeda Escudero.
‘La metáfora del mirlo’
Pedro Ojeda Escudero
Editores descabezados menoslobos & Eolas
Diario / Ensayo
188 páginas
16 euros

Soy culpable de maltratar a un libro, lo confieso públicamente y por escrito. Nunca antes me había ocurrido. Y sin embargo esta vez no he podido evitarlo. Yo, que ni siquiera subrayé un libro de texto estudiantil, que no hice una sola anotación al margen en aquellas obras de lectura obligatoria que nos imponían los profesores de literatura durante el bachillerato, que no marqué las esquinas de los poemarios de los que extraía mis declaraciones de amor adolescente. Yo, que defiendo los derechos de los libros y que siempre los he cuidado con tanta delicadeza que, cuando terminaba su lectura, era como si pareciera que muchos seguían sin haber sido estrenados. Yo ahora soy un maltratador que ha torturado un libro, que ha doblado muchas de sus esquinas, que ha remarcado con bolígrafo, lápiz o rotuladores fluorescentes frases magistrales, sentencias memorables, pasajes emotivos, ríos de prosa poética…

Aunque quizás no sea yo el único culpable, quizás también su autor, Pedro Ojeda Escudero tenga mucho que ver por habernos regalado ‘La metáfora del mirlo’, una obra sin resquicios, pausas, trucos o rellenos innecesarios, que se anuncia como un ensayo revestido con la piel de un cuaderno de diarios, pero cuyo calado es mucho más profundo y su trascendencia ética y estética infinitamente más amplia.

‘La metáfora del mirlo’ ofrece la apariencia de un diario escrito entre el jueves, 12 de marzo de 2020 y el lunes, 25 de mayo del mismo año o, lo que es lo mismo, el periodo de confinamiento que el autor y Mayka, su pareja –a la que define en el apartado 151 de los 263 en que el libro está parcelado como el «centro de su paisaje, que lo salvó hace años de la tristeza»–, pasaron recluidos en la localidad de Béjar, con la sierra salmantina como decorado, escaparate y horizonte. Pero tras ese aspecto de acta notarial pormenorizado de un encierro antiviral imprevisto, se esconde una amalgama prodigiosa de atinadas reflexiones, de sabiduría cultural en general y literaria en concreto, de crítica social, de valoraciones médicas, científicas y políticas, de denuncias contra los más bajos instintos del ser humano y de defensa de los valores de las personas tanto a título individual como a nivel colectivo a la hora de enfrentarse a un enemigo devastador que ha servido para poner de manifiesto al mismo tiempo, en una época de incertidumbre absoluta, la fortaleza y la vulnerabilidad de la especie que domina la Tierra.

Aunque no acaban ahí los contenidos. Trufados entre ese latir de los días, compartimentado en apartados generalmente más extensos, aparecen episodios más breves, a veces como chispazos fugaces que son miradas a la naturaleza, aforismos, poemas que emocionan y animan al lector y dulcifican en cierto modo la parte más dolorosa del libro, la que denuncia con continuos altibajos motivacionales una realidad de enfermedad, sacrificios, restricciones, caída económica, miedo, dolor y muerte. Una realidad que nos contaron de forma exhaustiva los medios de comunicación y sobre la que Ojeda opina y emite sus juicios, comprensivos unas veces, escépticos otras, pero siempre ponderados y cargados de razones y argumentos.

No obstante, cuando aparecen esos fogonazos de excelente literatura y de delicada poesía es cuando –en mi opinión– el libro alcanza su dimensión más alta, más lírica, más conmovedora; cuando el poeta nos pone la piel de gallina y nos abre de par en par los cuarterones del alma. Es entonces cuando el artista echa a volar la imaginación, como si las suyas fueran alas de mirlos o de vencejos, y nos devuelve a su infancia u homenajea a sus padres o nos lleva a Hiroshima o a Nevers en una película, o a comer en un faro de Cascais o a desayunar en Lisboa para conocer a Pessoa, o nos deja cerca de su balcón, mirando los pinos de Béjar, aspirando el aroma de la vegetación y escuchando el trino de los pájaros y el crotorar de las cigüeñas que se imponen sobre el silencio de la ciudad aletargada y asustadiza.

Y, como en la escena final protagonizada por Scarlett O´Hara en la novela ‘Lo que el viento se llevó’ de Margaret Mitchell, así avanza Pedro Ojeda, pensando que mañana será otro día, sobre un cielo de colores azul escolar y blanco nube que conduce hacia su propio paisaje, el que perdió hace años. Y mientras se reencuentra consigo mismo, nos hace reencontrarnos con nuestra identidad dormida y hace que nos preguntemos si se pueden oler las lilas con el recuerdo o si podrán recordar la densidad de un sabor los que han perdido el gusto, o qué habrá sido de las flores que se quedaron cortadas en las floristerías, o cómo o dónde estaremos cuando esta pesadilla termine o si, como decía José Zorrilla, nadie se acordará en octubre de lo que sucedió en mayo.

Y así, en ese tráfago de días que parecen iguales, todo es diferente y está lleno de matices. Y en el fondo, ‘La metáfora del mirlo’ no es ni más ni menos que una historia de amor, la historia de amor protagonizada por el escritor y Mayka, su redentora, su musa; y la historia de amor inmenso que Pedro Ojeda Escudero siente hacia todos sus lectores al regalarnos este libro maravilloso que tanto he maltratado.
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