Todo empezó una tarde de finales de agosto, cuando quise saber. Saber si se producía aquel prodigio –suponiendo que fuese un prodigio, suponiendo que no fuese todo figuraciones de baja pajarería, conociendo la cabeza alocada de mis primos–, si en el álbum familiar las fotografías iban envejeciendo al compás de los retratados, se iban acomodando por su cuenta, sin más, a los desdoros y abusos del tiempo. Qué tontería, ya habéis vuelto a zampar pastillas iluminadas, les dije a quienes me lo habían ido a contar de propio intento. Y con gestos endurecidos por mi ofensa me retaron a ir, a ir si tenía valor, a ir con ellos al propio escenario para convencerme por mí mismo. Me negué entre ademanes cortantes. Ni hablar. No estoy para perder el tiempo otra vez entre fantasmas. Apuraba el último oro del whisky metiendo los ojos en el vaso como en un caleidoscopio. Pero no era avidez sino el deseo de desaparecer yo también entre el hielo sucio, a punto de fundirse, y que terminase aquello ya, que se fueran ellos y me dejasen negociar de nuevo a solas con mi desolación.
Hay que volver a la fábrica del abuelo, le dije por teléfono a prima Alejandra. Ni lo sueñes, ya tuvimos bastante con aquello. Y luego hablamos de asuntos invertebrados como para despistar mi propuesta en alguna de las curvas de la conversación. De vez en cuando yo trataba de volver a encaminarnos hacia la fábrica con mis palabras. Pero siempre me quedaba solo. No cuentes conmigo, me insistía ella. Y terminamos así, entre los fuegos artificiales de qué estudian ya los nietos, cuídate esa cadera, a ver si nos vemos pronto, da recuerdos y abrazos a tu madre. No convenía más whisky pero lo pedí. El refuerzo sigiloso del alcohol, que primero araña pero luego deja ese dulzor irremplazable en la sangre y en la memoria. Pagué y despedí con ternura de viejo a la camarera, que había hecho por escuchar las palabras perdidas de mi parte de la conversación telefónica. Podría decirle que me acompañara, que iba a una misión decisiva para salvar a la humanidad. Ni lo intenté. Un hombre a punto de entrar en la desaliñada inocencia de la vejez (que termine bien el día, caballero, así me despidió) no debe cruzar nunca las fronteras espinosas que separan las edades. Ni siquiera con la ventaja de poder ofrecer –lo único ya– un poco de sabiduría ordinaria. Deséame simplemente que duerma esta noche en mi casa, hija, le respondí. Puso un mohín de a mí que me cuenta mientras hacía patinar el pegujón de la bayeta, encogida como una extraña ensaimada, por la tabla del velador. Me planté en la cuesta que desembocaba frente por frente en la vieja fábrica clausurada hace tanto, palpé el bolsillo como si pudiera llevarme la sorpresa de que no tenía allí el llavero con la llave. Qué estupidez. Nunca me desprendía de ella.
Otra vez en la fábrica. Aquel olor a metales fríos en el aire; el frescor malsano, que yo siempre imaginé verdoso, entrando en el alma de las cosas de allí dentro. Antes de subir quise sentarme en el diván oscuro de la entrada, allá donde tantas veces vi al abuelo al final de su vida, aferrado con las dos manos al último mástil de su bastón con el anillo de abrazadera reforzando el mango que él giraba y giraba de continuo, como el croupier de una siniestra ruleta en busca del número fatal. Luego, eso otro. Las escaleras con las bolsas de hule inflamado poco a poco por el tiempo, el pasillo y sus sombras en las paredes, justo donde hubo un teléfono y banderines claveteados y algún plato escalfado, recuerdo de viajes de pequeño alarde. Y en el comedor, en el mueble agazapado, en el último cajón, al lado del álbum de cromos de Nestlé, allí estaba el otro álbum. Su cubierta grisácea imitaba como una empalizada la piel verrugosa y dura de un cocodrilo. No parecía que algo, lo que fuera, pudiera entrar a intervenir entre sus páginas. Yo había visto muchas veces el repertorio de fotografías. Mis bisabuelos maternos junto a la regente María Cristina, mis abuelos mirando atónitos un punto ciego designado por un fotógrafo de ceremonia, mis padres capturados en el alborozo de una mesa festiva, quizás una nochebuena familiar, distendidos y con algo parecido a azúcar en la mirada. Y luego, nosotros, sus hijos. Y los hijos de sus hermanos. No todos. Nada más los que habían pasado alguna vez por ese espacio industrial familiar. El ritual siempre era el mismo: se avisaba a Herminio, el de la tienda ‘Radio H’, para que trajese su Werlisa y sacase una fotografía. Herminio se llegaba a la fábrica, cumplía con escrúpulo silencioso su misión, se marchaba y a los pocos días entregaba el resultado. Había fotografías de todo pelaje. Casi todas ellas de escuadrón, aunque nunca estábamos los mismos; siempre había alguien nuevo, un bebé que había nacido, un novio reciente, una cuñada que aprovechaba una visita atolondrada a la ciudad. El abuelo quería fijarlo todo para siempre… Fotos y fotos. Una sinfonía azarosa de rostros y ademanes. Gestos suculentos brindando con copas largas al vacío, abrazos de mucho exceso, peinados ortopédicos o desbordantes –según la época, según el tiempo– en las mujeres, simulaciones de cigarros –eran las velas de una tarta de cumpleaños– en los adolescentes que no cabían ya en su cuerpo, que no cabían ya en su edad…
Fue tomar el álbum entre las manos y acertar antes de tiempo con lo que iba a ver, empujado por la melodía misteriosa de la intuición. Debajo de cada fotografía había siempre una fecha puesta a tinta por el abuelo. Una trenza de años. 1957, 1962, 1966, 1969, 1970, 1972. Así hasta 1985, el año en que él murió. Mi padre tomó el relevo desde entonces; iba de cuando en cuando a la fábrica, silenciosa y absorta ya; se pasaba tardes enteras allí entre otras labores ya inútiles, colocaba más fotos en el álbum y debajo su caligrafía temblorosa y eléctrica: 1988, 1990, 1991…, hasta que también murió y nadie más se preocupó de aquello.
Al principio no le di importancia a aquellas novedades. En todo caso, ¿por qué me iba a extrañar de que algunos rostros aparecieran como quemados, como sellados por una aureola que los había velado y los había hecho desaparecer del todo? Cosa de los ácidos del revelado, naturalmente. Pero ¿por qué eso ocurría solo en el rostro, solo en algunos rostros? ¿Por qué precisamente en aquellos que ya habían fallecido? ¿Por qué ya nadie podía saber cómo era el abuelo Emérito, la abuela Gala, mi padre, mis tíos –salvo la tía Carmen, aún en la vida–, el primo Juan Carlos…? Y luego eso otro, lo que me habían advertido: en las fotografías anteriores a la desaparición de cada rostro se apreciaba un progresivo decoloramiento que iba desvayendo, cada vez un poco más, a quien ya estaba destinado a fallecer. Hasta ese borrón final del color del orín viejo, estampado sobre el rostro y que coincidía justo con la última fotografía que cada cual se había hecho. Eran como encargos, como avisos. Después ya ni una más porque la muerte lo había deshecho todo.
No me atreví a seguir, claro. Me detuve solo en lo fácil: los rostros quemados de quienes no había llegado a conocer. O el de mi padre junto al del tío Pepe, ambos con el medallón siniestro ocultándoles toda la cara como en un cuadro de Magritte. El del primo Augusto, su última fotografía antes de morir, claro, de aquella forma horrible en 1986. Ahí me quedé. No quise ver las fotos posteriores, las colocadas por mi padre. Cerré el álbum sin otros aspavientos que los de quien ha corroborado lo que era previsible. Y me fui, ya me iba, volvía a invertir el itinerario hasta la calle cuando me embargó eso otro. ¿Habría seguido el álbum actuando por su cuenta, arrojando esos signos siniestros? ¿Hasta cuándo, hasta ahora mismo? ¿Quién, quiénes estarían ya señalados de todos nosotros? ¿Qué rostros podrían aparecer en las últimas fotografías ya empalidecidos, a punto de disolverse? Aún más, ¿estaría ya estampado el borrón fatal en el rostro de alguno de nosotros, aquel a quien en breve visitaría la muerte? Tenía que verlo, tenía que conocer de antemano si yo mismo estaba ahí, entre los elegidos, si lo estaban mis hermanos, si alguien no previsto por no tener –como si la hubiera– edad apropiada… Volví al mueble, abrí el cajón del álbum, lo puse ante mí. Desde el final, empecé desde el final. Las últimas fotografías, las que ya Herminio no había podido tirar. La del cumpleaños último de primo Alfonso (esa era fácil: su rostro ya abrasado por el borrón color del yodo; pocos meses después de la foto el primo moriría), la de tío Enrique también ya sin cara, retrepado en un sillón, un par de años antes de que se fuera para siempre… ¿Quién, quién más, quién ya estaba señalado para ser el siguiente? Pasé otra página.
2
No podía ser… Lo que vi… Aquello no podía ser…
3
No quise ver más. Los juegos del tiempo me dieron de siempre mucho miedo: eso de tener nostalgia del futuro; o lo otro, viajar a la memoria para encontrar larvas e indicios de algo que luego hubo de suceder. Aquellos versos de Eliot, terminantes y misteriosos: «El tiempo presente y el tiempo pasado / están quizás presentes los dos en el tiempo futuro / y el tiempo futuro contenido en el tiempo pasado». No quise saber más. ¿Entraste en la fábrica?, me preguntarían antes o después mis primos. Les diría que ni hablar. Que no me interesaba saber más del futuro que el futuro mismo, su conjetura sostenida. Entonces, ¿quién arrampló con el álbum? Nada les diría, no les confesaría que pensé en sus padres y en los padres de sus padres pero no en ellos mientras el humo subía hacia arriba entorpecido por golpes de viento, allí, en aquel callejón sin salida –el callejón de Escuernavacas, un poco más abajo de la fábrica–, ardiendo y crepitando todo, deshaciéndose el álbum entre espasmos repentinos como si toda la estirpe se quejara, como si costase un esfuerzo descomunal volver a ordenar el tiempo, vivir con conciencia de funámbulos, atenerse a la ley: olvidar poco a poco el pasado, negociar con las manos fulgurantes el presente, desconocer las fibras oscuras del porvenir…
Puedes oír algunos de los cuentos ‘Cronófagos’ (Marciano Sonoro Ediciones) leídos por sus autores aquí: CRONÓFAGOS.
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