Andrea Schmidt, escultora alemana afincada en San Martín del Agostedo

Por Gregorio Fernández Castañón

29/08/2024
 Actualizado a 29/08/2024
El ‘teito’ del taller de la artista sorprende. | GREGORIO FERNÁNDEZ CASTAÑÓN
El ‘teito’ del taller de la artista sorprende. | GREGORIO FERNÁNDEZ CASTAÑÓN

Me estoy acostumbrando a que los perros muestren su disconformidad antes de que se conviertan en mis fieles amigos. Y aquel que, en San Martín del Agostedo, salió a mi encuentro, no iba a ser menos. Con sus ladridos, nada tranquilizadores, por cierto, y salpicados de una rabia babosa, era muy posible que pretendiera intimidarme, pero no. A cada paso que yo daba, él retrocedía dos, sin abandonar, jamás, el vis a vis hasta que… Casi lo aseguro: olfateando en la distancia mi tranquilizadora misión cultural, decidió sentarse a esperar a que yo acariciara su largo pelo dorado. Lo hice. Y con ello conseguí que, a partir de entonces, el silencio fuera el único juez y testigo de nuestra recientemente estrenada unión y compañía.

Lo que vi después me sorprendió gratamente porque hacía años y años, lustros, tal vez decenios... 

Sí. Pensándolo mejor, hacía más de veinte años –y no exagero– que los libros que todavía no se escribieron me iban ofreciendo la realidad de un rincón muy bucólico, aunque rodeado de ruinas. La gramática, la conjugación de los verbos y las imágenes que, por allí, por la calle La Cortina, iba viendo parecían surgir de la espesa niebla de un pasado. Quiero decir que, desde la década de los años noventa, había perdido ese gustillo tan familiar de encontrar, de par en par, las puertas en los pueblos abiertas, sin miedo alguno a que los intrusos sin malas intenciones, como yo, entraran «hasta la cocina» siguiendo el rastro aromático de un buen cocido. 

–¡Andi! ¡Andi! –grité varias veces y hallé por respuesta el silencio. 

Al traspasar después el portalón de su casa… ¡Dios mío! Lo dicho: hacía más de dos décadas que no veía nada semejante. Y es que allí, la mamá gallina, cuidadosa de sus polluelos, ponía toda su atención en llamar y proteger a sus pequeñajos con un amor ímprobo. La evolución de los pasos, los picoteos a la tierra y los sonidos de aquella familia de plumas negras parecían estar diseñados por uno de esos artistas que se seleccionan para participar en un carnaval de bailes bestiales. ¡Uf…! Por el empedrado del corral, en definitiva, iban dejando un hálito melancólico que me estaba causando una fiebre hipnótica. 

Menos mal que Andi –Andrea Schmidt, escultora que nació en Hamburgo– me rescató de mi profundo «sueño», casi letargo.

–Buenos días.

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Escultura ‘Aguas sagradas’. Al fondo, el alpende o templete. | GREGORIO FERNÁNDEZ CASTAÑÓN

Santo y bueno resultó ser aquel día, aunque un tanto gris y húmedo a pesar de formar parte de un mes de mayo florido y hermoso. Los nogales a la vera del río Turienzo, en cualquier caso, permanecían con las hojas churruscadas por el fuego frío y negro de la última helada que dio vida momentánea a los carámbanos. Una pena. El resto de las verduras y hortalizas plantadas en su huerta se encontraban con «buen color», «cogiendo el peso adecuado» y exquisitas –es un suponer–. Allí, Andrea Schmidt –una experta horticultora, con más de 30 años de experiencia– tenía sembrados varios surcos de fresas, de zanahorias, de frambuesas, de orégano, de lechugas, de cebollas… Productos cuidados con esmero y totalmente ecológicos para el propio consumo y, también, para la venta de algunos de ellos a pequeña escala (como el orégano seco). 

Y, de sorpresa en sorpresa, esta vez, me la llevé en la misma huerta al descubrir dos esculturas y una edificación hexagonal. Un alpende o templete construido con madera y techo vegetal, al servicio del público en general donde, allí en su interior, se puede presentar un libro, escuchar un pequeño concierto o un recital poético, y donde la palabra y la amistad se hacen protagonistas, acompañadas a veces por la degustación de una infusión de menta, en época estival. Un ejercicio de ecoliteratura en toda regla. 

Sobre las pequeñas esculturas de su huerta, he de decir que una de ellas –la realizada en piedra moraliza– representaba la cabeza de un animal fantástico que me recordaba en exceso a una Quetzalcóatl, la serpiente emplumada, una de tantas que se pueden admirar, por ejemplo, en las pirámides del Sol y de la Luna de las ruinas de Teotihuacan Arista, en México.

–Espera y verás –me dijo.

Y Andi arrojó agua por encima de la piel pétrea de aquel «bicho» que, agradecido por su nuevo aspecto, sacó a relucir sus colores verdes y azules realmente espectaculares.

En la otra escultura, la artista cinceló un bajorrelieve celta que tituló ‘Aguas sagradas’.

Llegado a este punto, he de decir que Chasky –su perro– se hizo tan amigo mío que decidió ir a mi vera a descubrir nuevas sensaciones. Pasos que, entonces, dirigíamos hacia el viejo pajar de la casa, hoy convertido en el estudio/taller de la artista y también en el corazón de ‘Ci.eco’ (Centro Internacional Ecoformativo). Centro que coordinan la propia escultora y el profesor de Lenguas y Literaturas Románicas de la Universidad de Kiel (Alemania) Javier Gómez Montero. Y allí, cómo no, lo primero que me llamó la atención fue… Sin duda alguna, el típico ‘teito’ maragato/berciano, reconstruido fielmente gracias a una subvención del Instituto Leonés de Cultura, da un toque idílico, atrapando la mirada.
«La paja –me dijo la artista– llegó del pueblo Vega de Magaz, donde los hermanos Carlos y Javier se dedican a plantar y a cosechar el centeno para estos fines». En concreto, fueron mil los atados de paja que utilizaron los expertos ‘teitadores’, como Pascal, de Manjarín, para lograr el milagro de poner «aquel sombrero» por encima de unas paredes de piedra. 

–Bueno. De los mil atados, sobraron seis –me rectificó.

–Perfecto, pero… ¿Por qué todo esto, Andi? ¿Por qué tú, que naciste en una gran ciudad, escogiste para vivir esta vida tan rural, por no decir prehistórica?

–Es conveniente aislarse un poco del mundanal ruido. Desconectarse de todo aquello que realmente te estresa, como la televisión y otros artilugios similares. Te diré que, mientras mucha gente quiere placas solares en sus casas, yo saludo al sol cada mañana para recibir su energía directamente.

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Un dragón esperando a que la Naturaleza lo vista de forma definitiva. | GREGORIO FERNÁNDEZ CASTAÑÓN

El sol, claro, era el sol. Miré a lo alto y comprobé que el sol del mediodía ya se había inclinado peligrosamente hacia el ocaso. Era, para mí, muy tarde. Lo reconocía, porque la meta a conquistar aquel día se encontraba, aún, demasiado lejos. Sin embargo…, estaba allí tan a gusto que… Me costaba llegar al final para hablar realmente del motivo de mi visita a San Martín del Agostedo: descubrir la obra escultórica de una romántica, diplomada en Ciencias de la Educación por la Universidad de Hamburgo, y estudiante de escultura y dibujo en la escuela de arte americana, SACI, en Firenze (Italia). Una mujer encantadora, políglota (inglés, francés y español) y con enormes conocimientos de construcción tradicional, especializada en protección del medio ambiente (ecoconstrucción).

Era tarde, sí, pero logré concentrarme lo suficiente para reconocer que la artista, bajo el ‘teito’, estaba intentando que una luna llena “flotara” por encima del agua. 

–El agua, lo reconozco, sé que no tiene realmente forma –me soltó de repente–. Sin embargo, aquí…

Estaba claro. El agua en aquella escultura, todavía en proceso, se manifestaba a los ojos a través de una piedra… azul; el maquillaje de la luna se alimentaba del color de la nieve para salir de noche, y un péndulo, de remate, pretendía marcar las horas que le siseó un lugareño a la artista. Colaboración total para dar voz a las metáforas. 

En el portal de Andi… Un coyote aullaba, en silencio, despertando los sueños de una lechuza y unos bailarines acercaban sus oportunas diferencias (de macho y hembra) sin dejar al viento posibilidad alguna de romper tan fraternal y placentera unión. Allí, olfateando posibles roedores de la huerta, había también un felino y un dragón. Un perfecto saurio que, utilizando su propio fuego, pretendía encontrar el origen de su vida chamuscando su piel verde. Dragón que la artista ha castigado a «vivir» a la intemperie para que sea ella, con su calor y frío, con su sequía y humedad, la que ponga el punto final a una obra maestra. 

Sé –para terminar– que en el pueblo de Matavenero (Torre del Bierzo) otro hermano de este último dragón se deja salpicar por el agua de un manantial y tiene en su piel un sarpullido de musgo que lo embellece. Única escultura pública, hasta el momento, de esta artista que vive y remueve las conciencias y los sentimientos más culturales (literatura, pintura, música, escultura…) desde un bello rincón de la maragatería. ¡Bendita tierra nuestra!
 

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