En aquel entonces (1996) andaba yo de puerto en puerto presentando mi ‘Juego de perros’ mientras que por mi interior recorrían, aún más, muchos más, aires de cambio. Puro veneno creativo para iniciar un largo recorrido en el que estaba intentando subir «mi querido y viejo León» a un alto tejado muy especial. Primer libro (‘El León de mi tejado’, 1999) de la primera trilogía leonesa, donde la Catedral más hermosa (la nuestra) –así lo tenía previsto– «navegaría» por encima del cuadro ‘Habitación azul con vistas’ (de Enrique Estrada) y donde una de sus torres (la central) habría de estar hecha simbólicamente con una auténtica pieza artesanal de cerámica. Sí, sí, una pieza de cerámica, obra de Jacoba de Bruin y Miguel Ángel Curros, de color tostado (tierra), verde (vegetación) o azul (cielo y mar), en cuyo centro, con el brillo del oro puro, «reinaría» para siempre ‘El León de mi tejado’ en León.
Para el apartado de ‘Creación’, del mismo libro, necesitaba a un escultor que, con exceso de mimo, me hiciera un ‘Ilustre soñador’ a tamaño natural para desnudarlo literariamente en su interior y dejarlo, allí, acompañando ‘Las casitas moradas’ (un espectacular cuadro de José Antonio Santos Pastrana, con «salpicaduras» de esperma), el ‘Génesis’ (Adán y Eva, desnudos, en el paraíso terrenal, realizado por Félix de Agüero) y ‘El árbol de la vida’ (una magnífica obra de José de León, donde un árbol tenía ‘sangre por savia, y de sus arterias amarillas y verdes’ habrían de brotar ‘ramilletes de venas’). Necesitaba a un escultor, sí, pero…
Por aquel entonces no me resultaba nada fácil encontrar a un dios artista, salvo que… Regresando de Madrid, el ángel que me guía y las musas que me inspiran se detuvieron frente a un enorme cartel situado a la orilla de una carretera muy concurrida de tráfico entonces y ahora casi vacía. Aquel cartel anunciaba ‘Taller de arte y artesanía en madera’.
Llamé a su puerta, a la puerta de Antolín (Álvarez Chamorro), quien me invitó a sentir los latidos de su mundo de fantasías. Y, al instante, supe que aquel era el artista que estaba buscando. Un hombre amable, sonriente y sencillo, pero ante todo y sobre todo con una apabullante humildad, adornada con pequeñas pinceladas de una sabia timidez. Y me fue enseñando y explicando cada una de las piezas que aguardaban en una sala a levantar el vuelo, y, mientras su perro defendía su territorio, me llevó hasta el taller por donde ponía el pulso a trabajar con firmeza. Todo era tan real como el empeño que pretendía imponerme una y otra y otra vez: «Lo siento –insistía–, pero no hago obra alguna por encargo. No sabría hacerla». Ya, bien, pero… «¿Conoces el cuadro titulado ‘La pesca del atún’, de Salvador Dalí?». En fin que, en aquel tira y afloja, salí de su casa siendo el claro vencedor. Y porque así fue, en mi libro se puede leer lo siguiente: «Con carne y sabia de chopo, en Benamariel, durante los primeros días del otoño de mil novecientos noventa y siete, nació un ilustre soñador entre virutas de sueños. Podría haber sido el dios universal de las sedas o un rico rey protegido bajo un manto de oro y diamantes en el trono aterciopelado de las fortalezas más sublimes; sin embargo, deseó ver la luz que le tocó en suerte, como lo hace cualquier ser humano: completamente desnudo. Y así continúa para gloria de los ojos sin pecado, porque para ser un ilustre soñador no es necesario ropaje alguno que enturbie la casta mirada de toda piel. Al iniciar los compases de su primer llanto, lo hizo con lágrimas de polvo de nieve y de serrín tostado por el sol que más calienta. Fuerte como un toro bravo de chopo adulto, pero todavía joven, posee músculos de lluvia fosilizada y hebras de polen que parecen mármol».
Un año más tarde, aquel ‘Ilustre soñador’ se expuso en la Biblioteca Pública de León y después, por petición de la máxima autoridad, lo llevaron hasta el centro del enorme hall del Edificio de la Junta de Castilla y León, donde, transcurridos unos meses sin regresar a casa, tuve que ir en su búsqueda.
Fin de la historia o, si se prefiere, bendito comienzo de una buena y larga ruta por donde pasea la amistad más prolífera entre –dicen– el escultor y el escritor. Antolín colabora con el proyecto cultural que dirijo desde hace más de 17 años. Él es el autor de la magnífica escultura que entregamos como Premio de Reconocimiento Cultural, y él, sin negarme jamás su asistencia, acude a los actos que, sin ánimo de lucro, me da por organizar aquí, allá o incluso más lejos. Sus triunfos (Premio de la Cámara e Industria de Madrid; Tercer Premio de Escultura Ciudad de Badajoz; Primer Premio de Escultura en el concurso del Medio Ambiente, Medio Rural y Marina –MARM– o, entre otros, el Primer Premio en el Concurso de Escultura José Sanmartín, en Borja –Zaragoza–) son las pruebas más latentes de su buen hacer, y me alegro de que así sea.
Antolín es el autor de un Cristo espectacular (talla de vestir, para la Cofradía del Cristo del Gran Poder, actualmente en la iglesia de Puente Castro) y de dos obras públicas. Una de ellas admirada en su Benamariel del alma y la otra en León capital. La primera está dedicada a honrar la figura de un artesano de las palabras y de la imagen: Maxi Rey (1942-2020), licenciado en Filosofía y Letras, catedrático de Lengua y Literatura, poeta, dramaturgo, cronista en vídeo, rescatador de tradiciones…
La segunda obra, la más monumental (tres metros de altura y 850 kg de bronce), descansa en uno de los rincones más románticos de la ciudad de León: el jardín del Cid. Y allí, su mano, ‘La mano de Antolín’, sostiene las grandezas de una insigne profesión con una larga historia en León: la veterinaria.
En este último caso, conviene decir que Antolín utilizó su mano izquierda de modelo, de ahí el título de la pieza, con una grandísima diferencia en la proporción: escala 1:12. Y el «doce» no fue escogido al azar. Doce fueron los dioses del Olimpo griego, los apóstoles o las tribus de Israel; doce son los signos del zodiaco y, para no alargar en exceso esta sinfonía numérica, doce son los meses del año. Dentro de la numerología, para que se entienda, el número 12 simboliza el orden y el bien, la perfección absoluta.
‘La mano de Antolín’ hay que verla y admirarla como una gran metáfora o un poema visual. En realidad, se trata del tronco de un árbol (parte del brazo), que partiendo del interior de la tierra se eleva hacia el cielo y se ramifica (los dedos), para sostener en medio su sabroso fruto (la moneda). El espectador, además, ha de descubrir en esta obra… una hormiga. Ese insecto diminuto, pero con tan enorme poder de supervivencia –bien lo sabemos– que, en su hábitat natural, realiza un trabajo metódico a favor de su propia colonia. Todo un símbolo de disciplina y trabajo, siempre, en beneficio de la sociedad. Curiosa, sin duda alguna, la inclusión de este detalle.
Y hablando de otras «curiosidades», en la base de esta mano se hallan dos muy especiales, ejerciendo de «utilidad»: son los puntos de las íes en la palabra ‘Veterinaria’. Dos diminutas y esotéricas esculturas, en las que se destaca el rostro de un hombre con un enorme mostacho. El autor, así, pretende que los espectadores que se acerquen a admirar su obra tienten a su propio destino frotando, con suavidad, esos puntos negros «para devolverles el brillo del bronce y de la vida». Pidan, después, un deseo y hagan verdaderos esfuerzos mentales para que, a la vez, se cumpla. Todo un alarde, pienso yo, de buenas intenciones que demuestran que la mente humana es poderosa, siempre que se use para bien. Un nuevo acierto en toda regla en este conjunto escultórico de Antolín Álvarez Chamorro que, sin duda alguna, con el tiempo, dará su fruto, envuelto, tal vez, con las semillas que ha de regar la savia virgen en las distintas ramificaciones de las leyendas orales o escritas. En fin: la fuerza del querer, siempre, va a alcanzar la buena sintonía del poder.