El pasado lunes se retomaron las clases tras el agitado parón navideño, hemos afrontado la primera semana de colegio y aquí seguimos, esperando a que llegue el anunciadísimo fin del mundo.
Llevamos días aguantando el bombardeo de noticias catastróficas sobre lo que ocurrirá en los colegios en las próximas semanas, la explosión de contagios, las muchas dificultades de gestión y cómo no, el cansino debate sobre si se deben mantener los colegios abiertos en este momento. Y es que, si nos fiamos de algunos iluminados, los niños no hubieran pisado un aula desde marzo de 2019.
Hace unos días el periódico La Vanguardia publicaba una encuesta para sus lectores donde preguntaba: «¿Es seguro hacer clases presenciales en los colegios con la sexta ola de la Covid con Ómicron?». Qué quieren que les diga, yo eché de menos saber si al personal le parecían seguros los conciertos multitudinarios, las macrofiestas de fin de año, los campos de fútbol llenos hasta la bandera, o el ocio nocturno a tope y funcionando con normalidad. Pero no, el problema son los colegios, claro que sí.
Todos tenemos claro ya que Ómicron se extiende como la pólvora, que la gente se contagia sin saber cómo ni dónde, pero les recuerdo que la medida estrella tomada por el gobierno fue volver al obediente uso de la mascarilla en exteriores, esos lugares donde está demostrado científicamente que los contagios son veinte veces menos frecuentes. Este es el despropósito general al que nos enfrentamos.
Y es que, la vida tal y como la recordábamos está ahí fuera, podemos salir de copas esta misma noche, apiñarnos en una discoteca, ir al teatro, al cine, o juntarnos 40 en una mesa para cenar, pero los padres llevamos dos años sin poder entrar al colegio para ver la actuación navideña de nuestros hijos, porque claro, el problema son los colegios, por supuesto.
Allí siguen ellos, responsables, cumplidores, con su mascarilla fija durante ocho horas, también en el patio, en los descansos y en la clase de educación física. Allí siguen pasando frío para conseguir ventilar el aula. Aguantando las incómodas pruebas de antígenos cada vez que tienen un catarro. Allí siguen sus grupos burbuja, sus patios parcelados para que no tengan contacto con otras clases y un sangrante y largo etcétera que seguro que muchos de ustedes ya conocen. ¿Y nos vienen a contar ahora que con Ómicron, el problema son los colegios? Yo creo que es el momento de decir «basta».
Quizá podríamos hablar de exigir medidas, del personal de refuerzo Covid, de mejorar las condiciones en el aula, de los filtros HEPA, que limpian completamente el aire varias veces en una hora, de los medidores de CO2, o de un rápido acceso a pruebas de antígenos para los compañeros del aula cuando hay un positivo en clase. Medidas, una inversión real para esa Educación con la que luego todos se llenan la boca.
Pero es que no hemos aprendido nada. A estas alturas de la película y no hemos aprendido nada. Los colegios tienen que permanecer abiertos, efectivamente, porque la educación es un derecho que no se puede cuestionar. «Los colegios son lo último que debería cerrarse y lo primero que debería abrirse», decía hace unos días Óscar Zurriaga, vicepresidente de la Sociedad Española de Epidemiología, para expresar que el beneficio de esta medida es siempre mayor que su posible coste.
Y es que más allá de la cuestión meramente sanitaria, mantener los colegios abiertos o no hacerlo, tiene unas repercusiones muy importantes en la vida de los más pequeños, especialmente para aquellos más vulnerables.
Hablamos de su salud mental, que también es importante, aunque no acabamos nunca de darle la importancia que requiere.
Gracias al colegio y a sus profesores, tanto niños como adolescentes pueden mantener su rutina, relacionarse con sus compañeros, hacer deporte, formarse, jugar, distraerse… Esto sin duda les ayuda a seguir, les da estabilidad y esa sensación de normalidad que tanto necesitan.
¿Les parece poca cosa?
Sofía Morán de Paz (@SofiaMP80) es licenciada en Psicología y madre en apuros
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