Todo camino tiene su fin, y el mío, en este caso en concreto, está a punto de coronar un espacio de gran altura. Quiero decir que, calzando unas simples zapatillas, me propuse pisar el barro para descubrir la piel de determinadas esculturas y la de sus autores, y ahora…
Todo comenzó el pasado 18 de enero cuando la dirección de La Nueva Crónica me brindó la oportunidad de dejarme un espacio para tender la ropa divulgativa que bordé con el nombre de 'Escultores leoneses en mi camino'. Pues bien, desde entonces hasta hoy, han pasado cuarenta y seis semanas, cuando la idea inicial era cubrir un espacio no más allá de las doce. Y esto va a continuar otras dos semanas más, con lo que conseguiré que, en total, sean cincuenta y dos los escultores con los que, de una forma u otra, me he encontrado. Luego, tal vez… Ni la dirección de este periódico ni yo mismo cerraremos puerta alguna, pero conviene, eso sí, desviarse, al menos momentáneamente, de esta ruta para, después de respirar aires frescos, calzar zapatos nuevos e ir en busca de otras disculpas para salir de fiesta cultural. Ahora, a disfrutar, eso espero, con los dos artistas que os presento hoy.
El señor de «las moscas»
Porque viene muy bien a cuento, os diré que la novela 'El señor de las moscas', publicada en 1954, fue calificada inicialmente por la editorial londinense Faber and Faber como «basura y aburrimiento. Inútil». Y de «basura, que habría de arrojarse al río», he escuchado en más de una ocasión cómo alguna persona califica Las Moscas, obra de Eduardo Arroyo situada en la plaza de Puerta Castillo, en León. Pues bien, continuando con el mismo razonamiento, 'El señor de las moscas', que alude a la maldad humana (aquella «basura», sin serlo), catapultó a la fama a su autor, William Golding –¡ojo!–, Premio Nobel de Literatura en 1983. Novela que, en la actualidad, es considerada como un clásico de la literatura inglesa. Conclusión: es maravilloso –pienso yo– que el respeto hacia cualquier manifestación creativa esté por delante de los gustos condenatorios, no vaya a ser que, al final, cuando el sol pretenda iluminar una clara y elocuente realidad, se encuentre solo con el vacío y la oscuridad que tejieron las arañas reales en su red.
¿Que no te gusta ese especial unicornio de casi 700 kilogramos con su cuerno plateado, lleno de excelentes ecos y bondades medievales, ni tampoco, por supuesto, la grúa que lo sujeta? ¿Crees que habría que aplastar a la mosca amarilla de 260 kilogramos que fijaron a la pared lateral de la iglesia de los Descalzos, contigua al instituto Legio VII? ¿Odias a ese Eolo, dios griego del viento, que subieron a un pedestal a la espalda del dominio de Don Pelayo? ¡Ah…! ¿Que si miras a través del cristal de la Celda Vanitas, lo que te desagrada son esas veinte moscas, encarceladas en telas de araña, donde veinte máscaras las miran? ¿Sí? Pues has de saber que justo por allí, por esta última celda, se accedía al Arca de Aguas, destruida sin miramiento alguno, igual que lo hicieron con varios de los cubos colindantes de la vieja muralla romana. ¿Ves? Dependiendo del cristal con que se mire, todo cambia si se le añade un poco de sal a las salsas demasiado insulsas. ¡Basta!
A mí –y ahora lo rubrico con mis palabras de tinta– lo que realmente me gusta es pasear por las calles para encontrarme con la historia de una ciudad viva que va evolucionando con los tiempos, especialmente si me la presentan adornada por los colores de la creación en plena efervescencia. Mis gustos no tienen por qué coincidir con los de la mayoría de los habitantes de una calle o de un barrio. Lo sé. Incluso, van cambiando o me abandonan igual que lo hace mi propia sombra, alargada y traidora, al doblar la esquina. Puede. Pero no por ello voy a sacar brillo al acero para asistir a un absurdo duelo.
Mientras tanto, ¿qué opinaba el artista Eduardo Arroyo, madrileño de nacencia, pero leonés por descendencia –de Laciana– y por su amor a esta tierra, el día de la inauguración? Con su propia voz, pienso yo, demostraba un gran respeto: «Todas las maldades y mentiras –decía– las he olvidado». «Las Moscas tendrán que competir con la ciudad. Tendrán que competir por existir y serán juzgadas a diario por la gente. La opinión de los leoneses es lo que más me importa».
Entonces… ¿Se puede o no se puede opinar sobre Las Moscas de Eduardo Arroyo que, tal como dijo, han de «competir por existir»? Por supuesto, ahora y siempre. Sentencias sobre las mismas no convienen por una sola causa: aunque una gran mayoría no lo crea, hay personas (en plural) –lo afirmo– a las que sí les agradan las piezas de este artista, tal vez el leonés más internacional y premiado de los últimos tiempos; uno de los maestros del surrealismo y del arte pop, Eduardo Arroyo (1937-2018), que concibió su obra como un «decorado escultórico teatral».
La instalación en Puerta Castillo parece ser «inadecuada» para algunos, o de «maravilloso contraste» para otros, por haberlo hecho –y ahí sí que hay coincidencia– justo a la sombra (digo bien, «sombra») del castillo o torres de León. Castillo desde el siglo X que, tras una malvada actuación humana, fue convertido en una hacinada cárcel de partido (desde el año 1862 hasta los años cincuenta del siglo pasado). Una grandísima e injusta jaula de sufrimientos y tortura, a la que, durante y tras la guerra civil española, fueron arrojadas cientos de personas con un único delito: tener ideas y opiniones diferentes a las de sus carceleros y afines. Ay…
Que el poder que otorga el guardián de los vientos Eolo y las telas de araña nos eviten las plagas de las moscas carroñeras que se desarrollan y engordan con el hambre y la muerte en las trágicas y sucias guerras humanas. Paz, ante todo, para recibir el antídoto metafórico de los unicornios, con los poderes curativos de sus cuernos. Pócimas literarias, hoy, en definitiva, para evitar la melancolía, proteger de la fiebre, de la peste, del cólico y de la rabia y proporcionar el vigor suficiente para continuar amando en plena libertad. Curiosos remedios ofrecidos ayer por el historiador y médico griego Ctesias, en el año 400 a. C., y más tarde, en el siglo VII, por San Isidoro de Sevilla; santo, cuyo cuerpo, desde 1063 y procedente de Santiponce, descansa en León, justo, ahí, a un paso de este escenario artístico decorado por Eduardo Arroyo. Fin.
Amaya, natural de astorga
Miro un catálogo de su extensa obra y… me quito el sombrero. Busco su reconocimiento público en León y… la frialdad descubierta ha helado mis ojos; ante la indiferencia me tiemblan los dedos. Marino Leonardo Borrega Amaya nació en el seno de una familia humilde en Astorga el 10 de julio de 1928. Y es ahí, en su ciudad natal, donde se le ha reconocido mínimamente su labor artística al nombrarle, en 1974, hijo predilecto y dedicarle una calle. Sus premios y reconocimientos, nacionales e internacionales, son tan extensos como la obra pública en Nueva York, Gijón, Elche, Cáceres, Málaga, Marbella, Soria, Ciudad Real, Madrid, Almería, el Vaticano o, entre otras muchas ciudades (más de cincuenta), Astorga. En León, menos mal y esto sí que es digno de alabanza, se pueden admirar dos de sus grandes esculturas, con un estilo muy diferente: la Inmaculada Concepción (realizada en piedra, en 1956), situada en la plaza de la Inmaculada, y el Homenaje a los Donantes de Sangre (en bronce, 1997), en la calle Padre Javier de Valladolid, con la colaboración, en este caso, de su hijo, también escultor, Salvador Amaya.
Sin salirme del guion, quiero ver el movimiento de la sangre que va (y riega) y vuelve al corazón (para ser purificada). Pero antes, si se me permite, quiero subir a un pedestal, en forma de cruz, a una grandísima gota de sangre aumentada en varios millones de veces. Tantas o más como los glóbulos rojos (hematíes) de los que se compone (200 millones), junto a los 15 millones de plaquetas (que también) y los 400.000 leucocitos (glóbulos blancos).
En esa enorme gota de sangre, dos jóvenes, desnudos y sentados sobre sus propios talones, se dan la mano y se balancean, con un ir y venir pendular, anunciando los prolegómenos de una maravillosa donación, en la que su amor (y su sangre) puede y debe alimentar una nueva vida. Vida que, como bien se sabe, es cosa de… dos: hombre y mujer. Míralos. Mira con buenos ojos esta especial escultura de Marino y Salvador Amaya que, al rodearla, «se mueve» ante los ojos sin tener ni una sola esquina. Movimiento circular que va y viene como… la sangre que, en silencio, grita libertad y, en paz, vivirá en nuestras vidas hasta el último momento en que, alguien superior, detenga los andares de nuestro particular reloj. ¡Ah! Y la sangre se puede donar, también, para quien, por una extraña enfermedad, necesite que su vida continúe avanzando. Todo eso y más, si miro, lo encuentro en esta bella y singular escultura. Mírala tú. ¿Lo ves? Es el arte el que nos empuja a ver con otros ojos aquello que la oscuridad pretende taparnos. Un milagro de vida.