Han bastado solo tres años para que Asmik Grigorian haya pasado de ser una revelación a uno de los valores más firmes de la ópera mundial. Si en otoño de 2020 la soprano lírica lituana (1981) debutaba en el Real como una memorable Rusalka, desde entonces ha encadenado un éxito tras otro: las tres heroínas del ‘Trittico’ de Puccini en Salzburgo, donde más adelante debutó como Lady Macbeth con ovaciones abrumadoras; seguida de una gloriosa Salomé en Hamburgo. La prensa ya no encuentra calificativos: cantante segura pero no exhibicionista, entregada y creíble, plena de color, volumen, rango vocal, calidez, sutileza, sensibilidad y detalles expresivos…
Uno de sus papeles de cabecera –con permiso de esa Tatiana de ‘Eugene Onegin’ que ya en 2016 causó furor en Berlín– es sin duda la geisha de ‘Madama Butterfly’. Con ella aterrizará en abril en el Metropolitan, que ya la viene anunciando como la estrella de la nueva temporada, pero antes lo hará en la Royal Opera de Londres. Allí encarnaron a Cio-Cio San sopranos como Maria Agresta en 2022, Ermonela Jaho (2017), Kristine Opolais (2011, 2013) y Cristina Gallardo-Domas (2003, 2005). Grigorian, aparte de sus virtudes vocales, sorprende como actriz. Hace verosímiles todas las facetas del personaje: inocente, tímida, coqueta, maternal, decidida, desesperada. Quizá le venga de familia: su padre, Gegam, fue un reconocido tenor verdiano; su madre, Irena Milkeviciute, encarnó a Norma en el teatro Calderón.
Este martes, Cines Van Gogh retransmite en directo desde Londres ‘Madama Butterfly’, con la batuta del alemán Kevin John Edusei (1976), titular de la Sinfónica de Múnich. Acompaña a Grigorian, como el oficial Pinkerton, el tenor Joshua Guerrero (1983). Estadounidense de origen mexicano, despuntó en el concurso Operalia, ha alzado un Grammy y ha recibido elogios de la crítica en Glyndebourne, Berlín o Salzburgo. Quién diría que llegó de rebote a la lírica: iba para sacerdote, pero dejó el seminario por el canto. Después de trabajar amenizando hoteles de Las Vegas, se lo tomó en serio. Su ascenso ha sido fulgurante.
Covent Garden ha presenciado más de 400 funciones de ‘Butterfly’, aunque solo cuatro escenografías originales. Todas ellas comparten rasgos como los árboles en flor (metáfora del personaje) o los paneles deslizantes, típicos de las casas japonesas. Ahora la casa de ópera recupera la producción del belga Moshe Leiser (1956) y el parisino Patrice Caurier (1954). Esta pareja artística con más cuatro décadas y de 80 montajes a sus espaldas concibió en 2003 una propuesta muy eficaz, clásica pero vistosa. El escenario despojado y minimalista subraya la soledad de la geisha en su espera infatigable. Es la décima vez que se repone este montaje, que ha ido refinando vestuario y maquillaje, menos caricaturescos y más rigurosos.
Los decorados de Christian Fenouillat recurren, de nuevo, a los paneles, que aportan movimiento y sirven de pantalla donde se proyectan fondos: grabados orientales de paisajes y hasta una fotografía en sepia de la bahía de Nagasaki. Ése es el único momento realista, que sucede al principio, en la escena de Pinkerton y el cónsul, más prosaica que evocadora. Leiser y Caurier también aluden a la fascinación de Occidente por el Este a finales del XIX: Monet y su jardín japonés, Iris de Mascagni, el musical 'Mikado'…
Londres guarda una relación muy estrecha con ‘Madama Butterfly’. Allá por 1900, el propio Puccini descubrió en la capital inglesa la obra de teatro de David Belasco, y le gustó tanto que le pidió inmediatamente los derechos. Los libretistas Illica y Giacosa (autores de ‘Tosca’) la adaptaron con un gran sentido de la unidad y una altísima calidad literaria. En cuanto a la partitura, el genio de Lucca demostró su talento para las melodías sensuales, del dúo de amor y el dúo de las flores a la desgarradora ‘Un bel dì vedremo’. Su ambición dramática se refleja en un desarrollo continuo, mediante ‘leitmotive’ que van encadenándose. Maestro de la orquestación, logra que todo ‘suene’ japonés… sin haber viajado nunca a Asia. Después de documentarse profundamente, incluyó citas literales de canciones del folclore y también instrumentos típicos como las campanas tubulares o el gong. Se estrenaría en 1904 en La Scala con un sonoro fracaso que aún hoy sigue despertando especulaciones.