Como ustedes ya saben, hay días para casi todo, desde el Día Mundial del Atún (2 de mayo), de las abejas (20 de mayo), o la vida silvestre (3 de marzo); hasta el Día Internacional de la Amistad (30 de julio), contra los ensayos nucleares (29 de agosto) o la libertad de prensa (3 de mayo). Hay días para conmemorar, para celebrar, luchar o reivindicar. El martes pasado, lo que tocaba en el calendario era concienciar, intentar explicar, y sobre todo visibilizar. El martes fue el Día Mundial de la Concienciación sobre el Autismo.
Dice el diccionario que concienciar es «hacer adquirir conciencia o conocimiento de algo», y yo me pregunto cómo se consigue tal cosa. Engullimos a diario más información de la que podemos procesar, las redes sociales «agarran» un tema, lo exprimen, lo mastican, y al día siguiente ya lo han escupido. A otra cosa. Nada dura lo suficiente como para permitirnos reflexionar sobre ello.
El martes hubo iniciativas, conciertos, testimonios en primera persona, cientos de artículos en prensa, monólogos en la radio, publicaciones, miles de tuits… Y no sé si ese día nos fuimos a la cama más concienciados, probablemente no, pero todo ello es necesario para que como mínimo, las cosas que pasan a nuestro alrededor nos suenen de algo, y cuando alguien nos cuente en la calle que el hijo de no sé quién es autista, sepamos de qué va la vaina.
Según los estudios disponibles, existe una prevalencia aproximada de 1 caso de TEA (trastorno del espectro autista) por cada 100 nacimientos. Uno, de cada cien.
Sin embargo, nosotros seguimos miramos el autismo de lejos, como ese tipo de cosas que les pasan a otros, pero que a nosotros no nos van a pasar. Eso nos alivia, y nos aleja. Nadie se lo espera, nadie lo tiene previsto. Vivimos convencidos de que tenemos todo bajo control.
El psiquiatra infanto-juvenil Joaquín Fuentes, defendió en el Parlamento Europeo que el trastorno autista constituye ya un problema de salud pública equivalente al del alzhéimer, con la diferencia de que mientras este último aparece al final de la vida, el autismo se manifiesta en la infancia temprana, y persiste a lo largo de toda la vida. Los niños crecen, pero su autismo no desaparece. Y hay que afrontarlo con apoyos, recursos y oportunidades.
El autismo es un bombazo que pone todo patas arriba. Cuando llega el diagnóstico, toca resetear y volver a programar. Cargar pilas, volver a la casilla de inicio y prepararse para luchar, para salir adelante en un entorno que no te lo va a poner nada fácil.
Lidiar cada día con otros padres y otros adultos que no entienden la situación. Enfrentarse a las miradas de reproche, a los comentarios inapropiados, maleducados y malintencionados a pie de tobogán.
¿Por qué será que somos incapaces de guardar silencio y de mostrar respeto, cuando vemos a un niño que se comporta de forma diferente a lo que nosotros esperamos?
Ignorancia y atrevimiento en plena acción.
A ver cómo coño concienciamos a esas madres que disfrutan compitiendo entre ellas a ver cuál de los niños hace más rápido el puzle, cuál dejó antes el pañal, y cuál tiene el lenguaje más perfeccionado. ¿Y a las que se sienten molestas cuando hay niños con necesidades especiales en el aula de sus hijos, porque temen que se retrase el ritmo de la clase?
Uno de los primeros amigos que ha hecho mi hijo Dimas en su primer año de cole, es autista. Resulta fácil ver el afecto, la conexión, y la nobleza. Y mientras escribo esto, pienso en sus padres, Carmen y David, siempre serenos, generosos y luchadores. Pienso en todo lo que han pasado, y en todo lo que les queda por pasar.
Y enseguida llego a la conclusión de que la verdadera concienciación, la más eficaz, debería hacerse entre los que hoy son niños, para que cuando sean adultos, vean el autismo con naturalidad. Para que acepten las dificultades y valoren las diferencias. Para que consigan todo aquello que nosotros, no somos capaces de conseguir.
Sofía Morán de Paz (@SofiaMP80) es licenciada en Psicología y madre en apuros
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