"Lo primero que hice fue citar de nuevo a Pombo y volver a la risa del viejo café, montado en la cueva más vieja, para eso, para reír más, para mayor guasa y subversión. La más bárbara risa, la risa más optimista, estaba en precipitar lo nuevo en tan absurdo lugar viejo. ¡Lerdos los que no comprendieron mi estratagema y mi salto en el contraste!". Así comienza Ramón Gómez de la Serna el capítulo 72 de su ‘Automoribundia’, la autobiografía del escritor que quiso desde comienzos del siglo XX transformar lo que nos rodea cotidianamente en algo maravilloso, el que dijo que el tiempo sabe a agua seca o la eternidad envidia lo mortal. Ramón vio necesario el humor para acceder al centro de la creación de su tiempo. En una grabación cinematográfica de 1928 que se conserva de él da una lección de lo que debe hacer el perfecto orador y acaba por sacar una mano gigantesca de goma asegurando que es la clave para hablar en público bien. Su falsa solemnidad, su seriedad bufa es la clave. Es un vanguardista, el padre de la vanguardia española, es vanguardista antes de que las vanguardias se tomaran en serio a sí mismas para volverse aburridas e inanes.
Desde los primeros años del siglo XX para acá las artes están en crisis, no sólo porque aparecieran la fotografía y el cine desbancándolas como retratistas únicas, sino porque la magia ha sido retirada concienzudamente del mundo desde que la burguesía se alió con la ciencia, la razón y la técnica para dominar todo. En la contemporaneidad la poesía y el arte, que anduvieron siempre en tratos con el espíritu, han sido asuntos extraños, cosas moribundas. Se ha hablado de la muerte de todo lo que no es práctico: la poesía, el arte, también la filosofía… Hasta el Papa de Roma dijo, primero, que el limbo no existía y, luego, que el mismo infierno era prácticamente una fábula.
Con esto las experiencias literarias y artísticas se han vuelto cosas del pasado que sólo se pueden vivir de una forma retrospectiva, como en una especie de baile de disfraces de época, como farsa y parodia. Es lo que lleva ya unos años haciendo la secta de los traperos del tiempo en nuestra ciudad: Manual de Ultramarinos. Como Ramón, se buscaron en lo viejo. Se hicieron amigos en el Rastro. Rescataron lo valioso que se iba a la basura. Encontraron libros olvidados. Expurgaron bibliotecas enajenadas o de difuntos y quisieron, luego, imprimir sus ‘plaquettes’ en papel hecho con la pulpa de los libros del pasado que más les inspiraban. Sus publicaciones las presentaban sin avisar a casi nadie en la —clausurada y ya mítica— chamarilería de la calle Cantareros y en portales centenarios o azoteas clandestinas, parodiando a la misma literatura para poder vivirla.
Ahora, que ya cumplen más de cinco años de trapería en un mundo literario lleno de novedades más viejas que los libros que dejan correr en el Rastro hasta la basura, se les ha ocurrido nada menos que estampar una gavilla de obituarios confeccionados en vida para sí mismos, su propia automoribundia, un automortuario, para poder vivir su posteridad desde la literatura en tres o cuatro párrafos, un futuro que viven ya como pasado, sólo accesible, como la propia literatura, desde el humor y la parodia.
Automortuario
Manual de Ultramarinos saca la plaquette titulada ‘Mortuario’
21/12/2019
Actualizado a
21/12/2019
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