En medio de la franca retirada que venían realizando el teatro, la novela, el cine o la cultura en general, la industria del entretenimiento ha dado un paso gigantesco al hipnotizar a la audiencia con infinidad de relatos en forma de series disponibles en plataformas de pago que devoramos con auténtica bulimia y que dejan a los libros, e incluso a la historia de la literatura, como un simple borrador de guiones para futuras producciones de consumo.
En ese escenario global la producción creativa actual, como es lógico, cada vez es peor. Un sinfín de novedades efímeras llenan los escaparates de las librerías con crucigramas policíacos, manuales de autoayuda firmados por celebridades pasajeras, novelas maquilladas de históricas o monólogos de autoficción, que están entre lo morboso y lo insignificante dando la sensación de que no hay, bajo sus distintas apariencias, sino patéticos impulsos por normalizar lo banal o lo tóxico.
En contraste con esa devaluación social de lo cultural y paradójicamente, todo el mundo quiere publicar un libro, un numeroso ejército de autores espontáneos deambula con su obra debajo del brazo buscando la manera de que sus escritos vean la luz, hasta tal punto que perece que hubiera más escritores que lectores. Mientras, los jóvenes no quieren saber nada del arte contemporáneo, la poesía, el teatro o el cine y en las actividades de este tipo programadas para ellos sólo se ve a personas mayores.
La conmemoración de los cincuenta años de la muerte de Picasso durante este año ha servido más bien para desinflar su prestigio que para otra cosa, sobrevolando en todo momento la amenaza de la cancelación; de los cuarenta sin Buñuel apenas se supo; con los veinte de Roberto Bolaño se siguieron fabricando libros que vender con apuntes y restos de su baúl; con los cien desde Sorolla no se ha acabado de saber colocarlo en la historia del arte universal como el gran artista que fue, seguramente porque fue un pintor de la felicidad y no denunciaba nada.
En nuestra ciudad, ha sido el año de las exposiciones más largas que se recuerdan, la del fotógrafo Chema Madoz, en El Palacín, duró en torno a diez meses; pero el que se lleva la palma es el MUSAC, con muestras de más de doce meses inauguradas todas a la vez, lo que significa que los visitantes han podido pasarse prácticamente un año sin ir al museo y no se han perdido nada.
Querría uno reseñar también lo bueno pero se acaba el folio y aún hay que hablar del paralizado Teatro Emperador, el gran fantasma en el que se solidifican todas las promesas incumplidas desde hace diecisiete años, o de la Casa Museo de los poetas Panero, esperpentizada brutalmente en la noche de Halloween y luego clausurada en un caso que trascendió a la prensa nacional vergonzosamente…
Como positivo nos deja este año que la Academia de España en Roma eligiera a la Fundación Cerezales para la conmemoración de sus ciento cincuenta años de existencia, que la editorial privada Eolas publicara la Historia del Arte en León, que se creara un nuevo espacio cultural en el medio rural, Factor, en San Feliz; así como la filmación de dos películas, una sobre los pueblos hundidos en los embalses de la provincia por iniciativa de la artista francesa Anne-Laure Boyer y otra la del tren de vía estrecha de la productora leonesa Bambara. En noviembre se conoció la concesión del premio Cervantes al leonés Luis Mateo Díez.