‘La seca’
Txani Rodríguez
Editorial Seix Barral
Novela
272 páginas
19,00 euros
Mucho me temo que hoy me va a costar más de lo habitual conciliar las palabras y reconciliar las ideas. Enseguida les explicaré el motivo. Pero antes déjenme contarles que me hace una ilusión especial escribir sobre el libro que me ha elegido, uno más, como lector. Y es que su autora, Txani Rodríguez, es un exponente manifiesto de cómo, gracias a la humildad, la sencillez y el talento, se puede llegar muy lejos en la vida.
Siento una particular debilidad por la autora alavesa. La conocí hace muchos años, cuando ella era todavía muy joven y yo aún me resistía a envejecer. Acudió a recoger un premio literario rural con la emoción del reconocimiento a su incipiente trajinar narrativo y el alivio provisional de la tristeza causada por la pérdida reciente de un familiar fundamental. Ya había un pellizco peculiar entonces en la esencia de su escritura, un don que la hacía diferente a lo convencional. Desde entonces seguí de lejos su trayectoria, su crecimiento como periodista cultural de referencia, como tutora de aspirantes a escritores, como autora que fortalecía el granero de su prestigio a golpe de nueva novela, cada vez más rotunda y aclamada.
Así llegó a mis manos hace tres años, aproximadamente, ‘Los últimos románticos’, su anterior novela publicada, como esta, por Seix Barral. Entonces la leí y escribí sobre ella mi segunda o tercera recensión en La Nueva Crónica, sin saber lo que estaba por venirnos a la novela, a Txani y a mí mismo. Y es que, por aquel entonces, yo no podía saber que la obra iba a recibir el premio Euskadi de novela en castellano ni que iba a ser traducida a varios idiomas ni adaptada al cine en forma de largometraje. Y mucho menos que tres años después yo iba a seguir escribiendo en este medio quincenalmente y que, gracias a mis recensiones, me iba a convertir –según algunos irresponsables de cuestionable criterio– en un crítico de referencia.
Y en estas llega ‘La seca’, su nueva y prodigiosa criatura literaria. Pero, antes de opinar sobre ella, me toca volver a la frase inicial, quizás para justificar la espesura mental con frondosidad de jungla que hoy me aflige y tratar de esgrimirla como atenuante si mis juicios finales resultan, todavía, menos lúcidos y certeros de lo digresivos que por lo general suelen ser. Pero es que resulta muy difícil concentrarse ante la pantalla del ordenador, mientras una cuadrilla de albañiles parece empecinada en hundir a golpe de mazo los cimientos de la casa que habito, como si quisieran trasladar su ubicación al Inframundo, y cuando en mis oídos pervive todavía el zumbido de abejorro de una famosísima orquesta gallega a la que anoche sufrí y soporté hasta la madrugada «sanantoniana», con los pies llagados, las rodillas oxidadas, las piernas acorchadas y el cuello como encofrado en hormigón. Menudo panorama (o menuda Panorama), pensarán ustedes. Y no les faltará razón.
Aun así, voy a tratar de centrar el asunto en el torno de la clarividencia y hablarles de una novela que hace un rato, cuando la repasaba y releía las notas que he ido tomando estos días, me ha devuelto esa sensación de tranquilidad que hoy tanto imploro, quizás porque la manera de escribir –humilde, sencilla y talentosa– de Txani Rodríguez posea ese difícil don de la serenidad que es capaz de disolver los compases feroces de un martillo pilón y confundir el zumbido de un insecto incómodo con el sonido zen del agua que fluye sin sobresaltos. Y eso a pesar de Nuria, la protagonista, que con harta frecuencia parece empeñada en encabronar no solo a su madre, a sus amigos y conocidos, sino también al propio lector, que se cansa de ver cómo esta mujer hipocondriaca, medrosa y obsesiva le echa la culpa de todos sus males a quienes la rodean, sin reparar en que, si todo el mundo la esquiva o la rechaza quizás sea porque ella es bastante responsable de que así sea.
Nada más empezar la novela, entre los calores pegajosos del verano, la autora parece darle la vuelta al mapa de España y traslada a dos mujeres de Llodio –Matilde, la madre viuda, y Nuria, su hija– al litoral gaditano, a una localidad de la que procede su estirpe y que se mantiene económicamente, por encima de todo, gracias al descorche de los alcornoques, mientras soporta esa enfermedad llamada ‹‹la seca›› que afecta gravemente a los árboles.
Desde esa raíz, Txani construye una novela donde la querencia de lo ancestral está siempre presente, pero también lo está el estandarte ecológico que defiende la naturaleza como base de la prosperidad y el equilibrio, o las relaciones con familiares, con los amigos, con los antiguos amantes.
Así Nuria, está mujer siempre a la defensiva, se parapeta en el refugio que le ofrece el río donde se baña y se consagra a la tarea de cuidar de una madre enferma que, en el fondo, es más valerosa y está más abierta a recuperar la felicidad.
Es Nuria una mujer que ve fantasmas por todas partes, algunos frutos de leyendas que se propagan por el pueblo y otros nacidos de su propia imaginación que, más que calenturienta, parece a punto de derretirse con frecuencia por obra y gracia de la canícula y el pánico. Y, sin embargo, el lector no puede dejar de leer y de disfrutar, gracias al ganchillo con el que Txani entreteje el lenguaje, ágil, trenzado de frases cortas y precisas, de diálogos cauterizantes y de comparaciones o descripciones deslumbrantes e incluso poéticas en ocasiones.
Tiene mucho mérito convertir en artilugio creativo la presunta cotidianeidad en la que se suceden en el calendario días casi calcados y bastante anodinos, con diversos aromas fríos o cálidos, según la hora, en el ambiente o el contraste del olor a orégano o insecticida en el interior de los hogares. Y aún resulta más potente descubrir que en ese entorno conviven distintas soledades, elegidas o impuestas, y que nada de lo que antaño fue es hoy en realidad como lo recordamos.
Con la sombra no acuciante de fondo de la pandemia y con el eco de las alteraciones medioambientales, de la sequía y del cambio climático, hay demasiados rencores y resentimientos en esta Nuria errática, ajena a una tierra familiar donde, no obstante, se siente de alguna forma forastera. Esta Nuria que, un día sí y otro también, ni se aguanta a sí misma ni a sus pesadillas ni a los perros ni a los miembros de sus antiguas cuadrillas que le han hecho el vacío.
Pero al final, Txani Rodríguez confiere a las palabras ese carácter balsámico, terapéutico y sanador que todo lo atempera y alivia y que otorga a esta estupenda novela la sustancia energética que confirma y certifica a su autora como un referente de la narrativa española actual, como un valor que cotiza al alza y que, como les ha ocurrido a otros autores de la casa «barralera» como Juan Manuel Gil, Isaac Rosa o Jesús Carrasco, se sitúa en esa plataforma que le permite otear en el horizonte la presencia, más próxima que lejana, del premio ‘Biblioteca breve’.
Pero mientras transcurre ese tiempo que, antes o después, me dará la razón (y mientras reparo en que los albañiles han dejado de dar martillazos y en que ya no hay notas desafinadas torturando mis oídos), me quedo con un breve pasaje de la novela, donde la autora asegura que «algunas palabras hermosas vuelan como los pájaros». Si eso es así, bien puedo asegurar que esta novela es una verdadera bandada de belleza.